La
puerta de la taberna se abrió repentinamente dando paso a un
hombrecillo de mediana edad, de aspecto desaliñado, de cabellos
largos y barba descuidada. En algunas partes de su pelambrera lucía
mechones de canas. Tenia ojillos de borrachín y toda la pinta de ser
uno de esos vagabundos sin techo que duermen entre cartones: un cartón como
cama y, como compañero inseparable, un cartón de vino.
En
el tugurio la iluminación era escasa, por lo que, al entrar,
habituados los ojos a la luz de la calle del mediodía, pensó el
recién llegado que ese sitio estaba vacío. Poco a poco, comprobó
que sí había más gente dentro y que le observaban con curiosidad.
—Buenos días —lanzó al aire con poco entusiasmo.
La mayoría guardó silencio. Casi todos estaban acodados en la barra del bar. Algunos contestaron a regañadientes.
—Mi nombre es Bon, Jaime Bon. Y vengo a por vino.
La concurrencia recibió la noticia entre sonrisas y gestos de incredulidad.
—Eso es imposible —dijo un grandullón, de mejillas y nariz sonrosadas típicas de bebedor, desde la penumbra del fondo. Bon soy yo. Pero no te quedes ahí en la puerta, hombre. Pasa y tómate algo. Te invito. ¿Qué quieres tomar? ¿Vino? ¡Juan, ponle a este hombre un vaso de vino! Así que Jaime Bon, ¿no? Pues mira por donde te voy a contar una pequeña historia que te va a interesar. Resulta que en una pequeña localidad de Almería se rodaba una película. Me acerqué a curiosear. Había un poblado de casas de madera que imitaba muy bien el estilo del salvaje oeste. Entré en una especie de tienda o colmado, de esos que hay en todas las películas de vaqueros, con una barandilla de madera en el exterior donde amarrar los caballos. Y el encargado, detrás del mostrador, con un mandil y un gran parecido a Roger Moore, me apuntó con su escopeta mientras me decía:
—Los forasteros no son aquí bienvenidos. ¡Cómo te llamas!
—Me llamo Bon, Jaime Bon.
El hombre del mandil se echó a reir a carcajada limpia mientras bajaba la escopeta. Luego dijo:
—No puede ser. Bon soy yo, pero me has caído bien. Anda pasa, que te voy a contar una historia. Te vas a reír. Resulta que me encontraba descargando cosas de mi carromato, en un callejón, junto a la puerta de servicio de un restaurante de comida rápida. Unos cuantos sacos de harina de trigo. En ese momento, salió del establecimiento un tipo malencarado con gorro de cocinero y clavadito a Sean Connery. Me dijo:
—¿Quién eres tú, que vienes a importunar ahora con la de trabajo que tenemos en la cocina? No tengo todo el día. ¿Qué quieres?
Yo le contesté:
— Vengo a traer la harina para que hagáis las malditas pizzas. No hace ni dos horas que alguien de esta casa se pasó por mi tienda y me hizo el encargo. Si tú tienes trabajo yo también tengo cosas que hacer. Mi nombre es Bon, Jaime Bon.
Y el cocinero, cambiando totalmente el semblante, comenzó a reirse mientras me decía:
—Imposible. Bon soy yo, si lo sabré bien. Aunque puede que se trate de una coincidencia. Tiene gracia, ¿no? Pero pasa, hombre y siéntate un poco, que me has alegrado el día. ¿Quieres un poco de pizza? Está reciente. Y nada más que por eso te voy a contar una pequeña historia. Resulta que un buen día fui a un hotel de Manhattan, como sicario contratado, por un asunto de ajuste de cuentas, y allí en la recepción había un tipo malencarado con gran semejanza a Daniel Craig, sí ese de ojos claros que se da un aire a Putin. Y va el tipo y me dice:
— ¡Qué carajo quieres, con esa cara de lechuguino, que te pareces a mi psiquiatra!
Y yo le contesté:
—Mi nombre es Bon. Jaime Bon. Y te traigo un regalo: vengo a matarte.
—Matarme, dices. Mira: yo soy el verdadero. No me puedes matar. Mi final no está en tus manos. Ya lo ha decidido el guionista. Dentro de poco termina la saga. Todo tiene su fin. Eso al menos es lo que se comenta por ahí. Cerca de una treintena de películas. No está mal. O sea que 007 caput, c'est fini. Pero me has hecho reír y te voy a contar algo extraordinario: hace unos días anduve por la ciudad de Madrid . Era de noche y buscaba una dirección. Después de mucho caminar di con el lugar. Al entrar al portal casi me mato al tropezar con un bulto que estaba tirado en el suelo. Era un vagabundo que había decidido pasar allí la noche, de mala manera, sobre unos cartones. Me asusté y enseguida me di cuenta de la situación:
—Vaya susto que me has dado —le espeté.
—Y tú a mí. ¿Cómo te llamas? —me preguntó.
Y le dije:
—Mi nombre es Bon, Jaime Bon.
El hombrecillo sacudió sus greñas y lanzó una carcajada:
—Pero si ese soy yo. Ahora que si quieres, por una módica cantidad te quedas con el nombre y te regalo los cartones para que te eches un sueñecito. Verás mañana cuando vaya a por vino y lo cuente a los que anden por el bar. No se lo van a creer. Jajajaja.
Y, efectivamente, al día siguiente fue a la taberna. Empujó la puerta, que se abrió dándole paso. Los de dentro pudieron ver a un hombrecillo de mediana edad, de aspecto desaliñado, de cabellos largos y barba descuidada. En algunas partes de su pelambrera lucía mechones de canas. Tenía ojillos de borrachín y toda la pinta de ser uno de esos vagabundos sin techo que duermen entre cartones: un cartón como cama y, como compañero inseparable, un cartón de vino.
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Inspirado en una historia de Dino Buzzati.