Es un hecho incontrovertible que vivimos inmersos en un proceso de continuo crecimiento de la población urbana y un uso también creciente del coche.
Las ciudades tienen “un ciclo de vida”, unas dinámicas cíclicas de desarrollo que no se nos escapan y que tenemos bien presentes cuando pensamos en la ciudad que queremos para vivir: procesos de guetificación, gentrificación, despoblamiento, sobreenvejecimiento, etc. Estas dinámicas están muy relacionadas con variables como la disponibilidad de transporte.
Un nivel de tráfico “molesto” con elevada congestión, ruido, contaminación, indisciplina en el estacionamiento, hace que una zona céntrica pierda atractivo como espacio residencial. Los que tienen capacidad económica y por tanto disponibilidad de coches, abandonan estas zonas de la ciudad para irse a vivir a barrios residenciales del extrarradio, en apariencia más cómodos.
Pero inmediatamente, su sueño demuda en pesadilla y se convierten en esclavos de uno/varios coches para satisfacer sus necesidades de movilidad. La dispersión urbana (urban sprawl) tiene efectos perversos para todos los habitantes de la ciudad pero especialmente para sus agentes: pérdida de relaciones sociales y vida de barrio, dependencia absoluta del automóvil particular, costes y tiempos de viaje crecientes, etc.
La permanente huida hacia adelante
Esto genera mayor tensión sobre el centro que recibe los viajes de esos escapistas ciudadanos (que antes se movían a pie, algo más, en ese centro que habitaban). Y sus comportamiento provocan a su vez un aumento en la contaminación atmosférica, en el ruido y en los accidentes, menor atractivo para la movilidad peatonal y ciclista, falta de aparcamiento y congestión y, como consecuencia, un centro de la ciudad menos atractivo cada vez. Más habitantes del centro que se trasladan a la periferia y como resultado la ciudad dispersa se consolida y se realimenta el proceso. Urbanismo kamikaze.
Con este panorama, el transporte público no cubre las necesidades de todas estos nuevos desarrollos urbanos en las afueras de la ciudad y se aboca a estos “privilegiados” habitantes a un uso intensivo del coche. Al aumentar la congestión, el transporte público en superficie se hace más lento, menos eficiente y por ello una opción modal poco atractiva: el uso del transporte público disminuye y consecuentemente se reduce la oferta de transporte público.
Se está describiendo un proceso complementario y destructor de los sistemas de transporte público que se empieza a denominar “uberización de la ciudad”. En esta ciudad dispersa y con necesidades crecientes de movilidad personal, los servicios de transporte prestados por corporaciones como Uber a precios de dumping, comprometen la supervivencia de los transportes colectivos. Pero esto lo voy a tratar en profundidad en un artículo aparte porque merece una consideración especial en tanto que es un ataque corporativo al derecho a la movilidad inflado de poderío por el sector financiero.
Paralelamente, algo parecido ocurre con la actividad económica: el aumento del tráfico y las dificultades de estacionamiento hacen que el centro de la ciudad sea menos accesible y que también la actividad económica se desplace hacia la periferia, localizada principalmente en polígonos y áreas que determinan polos atractores de tráfico. Las empresas tienen incentivos en costes para trasladarse a la periferia y trasladan (externalización) el coste del desplazamiento a cada uno de sus trabajadores.
El círculo vicioso tiene una gran influencia pues en el uso del suelo: determina por un lado una urbanización dispersa y la localización de la actividad económica en estos atractores de viajes también genera una necesidad de más carreteras y más aparcamientos. Y la ampliación de la redes de carreteras no solo levanta barreras en el territorio sino que además (lejos de reducir la congestión del tráfico) tiene el contraproducente efecto de facilitar el uso del automóvil y sus impactos negativos.
Por tanto, la dispersión urbana es causa y a la vez efecto de la disponibilidad “ilimitada” de transporte por carretera proporcionada por el automóvil.
¿Puede la Gestión de Demanda del Transporte ayudar a crear un círculo virtuoso?
Deberíamos concluir que si. Al contrario de los enfoques basados en la actuación sobre la oferta de transporte (creación de más infraestructuras, etc.), una gestión fuerte de la demanda atacaría a la raíz del problema evitando que cada vez más gente use el coche particular en sus desplazamientos urbanos dando prioridad al transporte público, a los ciclistas y a los peatones.
La Gestión de la Demanda de Transporte entronca con procesos de resiliencia urbana que pueden revertir o evitar que se agudicen los efectos perversos que he descrito: esto es, promueve el uso de modos sostenibles de transporte y promueve medidas que van en la dirección de reducir el uso abusivo del coche con políticas restrictivas y disuasivas pero siempre actuando sobre la ordenación del territorio, el cambio de actitud respecto a su movilidad personal en los ciudadanos y la promoción de un reparto modal inteligente.
Este sencillo vídeo muestra una simulación muy sencilla que aporta algunos datos más: