La expresión Cisne Negro engloba, en sí misma, la unión de dos palabras aparentemente antagónicas. El cine nunca huyó de imposibles, pero no deja de parecer quimérica la representación del diabólico proceso en que la inocencia se tiñe de negro -o, lo que aquí ocupa, el descenso al infierno de un ángel celestial-. Tal vez sea por ello que Darren Aronofsky haya decidido recurrir a sí mismo, y volver a rodar de nuevo con la vehemencia, el nervio y la intensidad que hizo de Requiem por un Sueño una obra de culto.
Cisne Negro es como un cuadro barroco de Caravaggio: un fruto de la locura que, a base de planos cortos y endemoniados, encuadres claustrofóbicos (no hay una sola escena en la que la luz natural o el espacio libre hagan acto de presencia) y un estricto proceso de representación del dolor y la demencia, somete al personaje de Natalie Portman a la autodestrucción -tanto física como mental- y la obsesión más enfermiza. Un bailarín de danza entrega su vida a la búsqueda de la perfección de sus movimientos. Aronofsky pone su obra al servicio de tan inconcebible desafío. ¿Se debe concluir que la perfección no puede ser alcanzada sin pagar el precio de la propia vida que la persigue?
Natalie Portman siempre personificó -como Nina, el personaje al que interpreta- la fragilidad en estado puro. Ello le concedió personajes al mismo ritmo que parecía privarle de otros. En Cisne Negro, la actriz de V de Vendetta aparca su condición de eterna promesa, y ofrece la mejor interpretación de su carrera, afrontando cada plano con tal compromiso que uno termina la función preguntándose si no habrá secuelas en su menudo cuerpo. Nina avanza por la obra engañada por su mente, atraída por una mujer que parece ser la antítesis que persigue, y atrapada entre la rígida educación de su madre y la exigencia de su carrera como bailarina. El mérito de Portman es proyectar, como los infinitos reflejos que inundan la obra, todas y cada una de las variantes de un personaje que llega a doler como la más profunda de las heridas.
Cuando hablamos de El Luchador en este mismo blog, nos preguntábamos si Darren Aronofsky no habría renunciado a ser el director que prometía ser al principio de su carrera: un visitante de los territorios más recónditos de la mente humana, un creador sin miedo, un perturbador pura sangre. Cisne Negro responde a esta cuestión con la misma contundencia de sus imágenes, y recupera a un cineasta que, entre sus muchas virtudes, destaca como retratista de la vida convertida en el peor de los infiernos.