Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. La vida no es la que uno vivió,
sino la que recuerda
y cómo la recuerda para contarla.
Ansioso de soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo.
Y el gozo que le produjo esa mujer,
le había permitido entender por qué los hombres tenían miedo a la muerte.
Elaboró el plan con tanto odio que la estremeció la idea
de que lo habría hecho de igual modo
si hubiera sido con amor.
Ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo,
porque aunque no conseguía quererlo,
ya no podía vivir sin él.
Tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla.
Estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor:un común remordimiento de conciencia.
Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón,
sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien,
porque era el olvido de la muerte.
Sin que él le hubiera revelado que estaba llorando de amor,
ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo en la historia del hombre.
La agarró por la cintura y sintió
que el mundo se borraba al contacto de su piel.
Las estirpes condenadas a cien años de soledad
no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.