Un libro, en manos de un vecino, es un arma cargada. Quémalo. Saca la bala del arma. Abre la mente del hombre.
Quemamos la primera página,
luego la segunda, y se transforman en mariposas negras. ¿Hermoso, eh?
Llena tus ojos de asombro, vive como si fueras a caer muerto en diez segundos.
Ve el mundo.
Es más fantástico que cualquier sueño hecho o pagado en las fabricas.
No eres como los demás. Y he visto a muchos, y los conozco. Cuando hablo tú me miras. Anoche, cuando dije algo acerca de la luna, tu miraste hacia la luna. Los demás nunca harían algo así. Los demás me dejarían hablando sola o me amenazarían. Ahora nadie tiene tiempo para nadie.
Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar, para que una mujer se deje quemar viva. Tiene que haber algo. Uno no muere por nada.
No pida garantías. Y no espere a ser salvado por alguna cosa, persona, máquina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y si se ahoga, muera, por lo menos, sabiendo que se dirigía a la playa.
La gente es más a menudo una antorcha que arde hasta apagarse.
Todos deben dejar algo al morir, decía mi abuelo. Un niño o un libro o un cuadro o una casa o una pared o un par de zapatos. O un jardín. Algo que las manos de uno han tocado de algún modo. El alma tendrá entonces adonde ir el día de la muerte, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, allí estará uno.
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