Me resulta tan absurdo todo esto que me sucede ahora mismo, todo esto que me ocurre por tu culpa. Caminar por la calle escuchando vagamente el sonido de las sirenas, entregar de manera despreocupada mi documentación en los innumerables controles rutinarios, deambular pensando solamente en ti, como si no acabara de salir de una reunión clandestina, como si no me fuera la vida en ello. Descuidando todas las necesarias precauciones.Acudir a esa reunión rememorando el sabor de tu piel, escuchar el maravilloso discurso de Mauricio sobre el poder del miedo como de pasada, sin dejar de pensar en tu cuerpo, rehuyendo la mirada cómplice de Mauricio, su súplica de apoyo. Repartir el café y los folletos sobre la resistencia como desde fuera mientras trato de adivinar cuándo será la próxima vez que vuelva a verte.
A esto me has rebajado, de profesor y activista revolucionario a suerte de adolescente enamorado y embobado.Pero tú te ríes cuando te hablo de revolución, como una niña caprichosa a la que no le importan las aburridas cosas de los mayores. Te desnudas de manera estudiadamente distraída y dices que no todo es tan malo. Y haces que el niño sea entonces yo, un niño feliz y despreocupado que solo quiere morir entre tus piernas. Y más tarde enciendo un cigarro y observo desde la ventana como los camiones del ejército patrullan las calles. Tú te vistes y me dices que pienso demasiado y te marchas dejándome un cuándo y un dónde de carmín en la boca. Consiguiendo que te odie y que me odie.
Y todo se desintegra en algo que no es aquí, ni ahora, pero que de alguna forma extraña continúa siendo nosotros. Un nosotros sucio y malsano, que los dos nos hemos encargado en contaminar.
Luego transcurren las semanas, tal vez los meses sin que sepa nada de ti y trato de concentrarme en la lucha. Mauricio está entusiasmado, dice que cada vez somos más y con más fuerza, que el pueblo cada vez cree menos en sus mentiras y está dejando de tener miedo. Asegura que ya se muestran los primeros síntomas de debilidad del régimen. Sin embargo continuamos sin saber nada del exterior, hace 20 años que nadie que no pertenezca al gobierno ha cruzado los muros y las alambradas ni para entrar ni para salir. Mauricio dice que no necesitamos para nada a la comunidad internacional pero yo no estoy tan seguro.
Entonces de pronto apareces. Abro la puerta y estás allí en mitad de la lluvia con el vestido de fiesta desgarrado y el rímel en triste competición con tus lágrimas por alcanzar la comisura de tus labios que se esfuerzan en vano en dibujar una sonrisa de payaso. Sé que vienes de uno de sus bailes de gala y que no me dirás qué te han hecho esta vez esos cerdos. Me abrazas prometiéndome que esta vez te quedarás conmigo y yo quiero creerte, por encima de todo lo único que deseo es creerte. Más tarde, fumamos abrazados y desnudos en la cama mientras el sonido de las sirenas se mezcla con el desgarrador aullido de los lobos. Aquel canto espeluznante y cruel que envuelve la ciudad cada noche de pánico, tristeza y desolación. Parecen tan reales, susurras mientras tu cuerpo se estremece contra el mío como si quisiera atravesarlo y ocupar su espacio y valoras con la mano mi nueva erección. Yo te hablo de manera idiota y pedante sobre Goebbels, del miedo como mejor forma de represión, de lo cercano del triunfo de la revolución, hasta que tu boca juguetea con mi pene y cual hechicera de lasciva alquimia conviertes mi discurso en torpe y primitivo jadeo animal.
Ignoro cuántos días pasamos sin salir de casa ni casi de la cama, comiéndonos, bebiéndonos sin importarnos el mundo exterior hasta que me veo obligado a atender la enésima llamada de Mauricio. Hemos ganado, dice. Se van, añade.
Salimos cogidos de la mano al júbilo infinito de la calle, nos dejamos engullir por la alegría del gentío que derriba estatuas, descorcha botellas de Champagne, se abraza y canta proclamas. Ya no hay patrullas, ni tanques. Los altavoces se han silenciado, no hay redadas ni palizas a plena luz del día, nadie pide la documentación ni emite discursos sobre el bien común y la seguridad de todos. Frente a las alambradas y los muros derribados se concentra una multitud expectante. Un silencio esperanzado pesa en el ambiente como un sueño aguardando ser liberado. No sin esfuerzo conseguimos abrirnos paso hasta quedar frente a lo que antes fueron los grandes portones de entrada a la ciudad. Allí me fundo en un fuerte abrazo con Mauricio que está tan exultante que no le importa verte de nuevo conmigo.
Con un gesto le invito a dar el primer paso. Le seguimos nosotros dos e inmediatamente detrás la multitud vitoreando su nombre. Andamos varios metros embriagándonos del aroma del bosque en la noche, guiados por una pletórica luna llena que parece sonreírnos tan hinchada que parece a punto de parir bendiciones. Entonces a través de los murmullos y las voces se escucha el primer aullido. El segundo corta el silencio a la vez que un zarpazo una garganta. Cuando queremos darnos cuenta ya están encima nuestro, cientos, miles, gigantescos y hambrientos. Lo último que puedo ver es tu rostro mirándome. En él, sorprendentemente no hay miedo, tan solo una profunda decepción.
