Día de muertos. El día comenzó temprano. Yo por querencia y Fernando por orgullo, decidimos que el primer destino dominical sería la Basílica de la Guadalupe. Había que rodar un poco y mejor así, porque en el camino me iba explicando cualquier cosa que se nos atravesara. Era tan temprano que las calles estaban casi vacías, pero a medida que nos íbamos acercando a la Basílica, un remolino de gente parecía salir de todas las esquinas; tanto, que tuvimos que estacionar varias cuadras más allá y hacer el resto del camino a pie.
Sucedían varias cosas ese día. Por un lado, una procesión inmensa que venía del lado opuesto de la ciudad; por otro, una o dos bandas de colegio entonando sus mejores marchas; y más acá, cientos de fieles arremolinados, entre los que estábamos Fernando y yo. Todos íbamos en la misma dirección, por la acera, por el medio de la calle, por donde hubiera espacio entre los tarantines que abarrotan el lugar.
Yo caminaba viendo hacia todos lados y sin ver nada realmente. "Camina rápido, no te detengas. Si te pegan alguna calcomanía de la virgen en la ropa, devuélvela de inmediato, te van a perseguir hasta que se las pagues. Mejor no compres nada aquí, adentro es más tranquilo y seguro. La cartera hacia delante. Mira, hacia allá arriba es la entrada". Y yo no veía nada. Iba como dejándome llevar por una ola. Una ola con aromas a flores, a promesas cumplidas, a favores concedidos. La gente rezaba mientras caminaba. Cantaban, daban gracias, lloraban.
De repente, llegar a la entrada del santuario -un terreno que se expande y te alivia la vista- me sorprendió tanto como voltear hacia atrás y ver que aún venía mucha gente caminando como hormigas. Sucedió en diez segundos. Justo al frente ví una iglesia bastante vieja e inclinada -que luego supe es el Templo Expiatorio a Cristo Rey, o mejor dicho, la antigua basílica- y a la izquierda, imponente, la nueva Basílica de Guadalupe con una bienvenida estremecedora: "¿No estoy yo aquí que soy tu madre?"
El 12 de diciembre de 1531 fue el día en que la imagen de la Virgen de Guadalupe se estampó en el ayate del indio Juan Diego, en el cerro de Tepeyac, lugar donde está su santuario. "Juan Diego es llamado embajador-mensajero de Santa María de Guadalupe. Fue beatificado en la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe de la ciudad de México el 6 de mayo de 1990 por el Papa Juan Pablo II, durante su segundo viaje apostólico a México". (
Quiero confesar que una vez ahí, se me hizo difícil volver a decir palabra alguna durante un buen rato. Yo sólo quería ver a la Virgen; así que nos seguimos dejando llevar por una ola de gente que ahora entraba a la Basílica, caminando de puntillas; tanto para hacer silencio como para ganar altura suficiente para verla. En la entrada hay una placa que dice que la Basílica alberga a más de 10 mil personas. Yo puedo jurar que éramos muchísimos más en ese instante y que todos parecíamos andar bajo un mismo ritmo. Nadie se atropellaba, todos nos abríamos paso, todos íbamos hacia el altar mayor a dar las gracias.
Mientras caminaba, sé que Fernando me iba explicando algo. Sino me equivoco, me hablaba del órgano que se utiliza para la misa. Pero no lo escuché -ni a él, ni al órgano-, estaba concentrada en ver a la Lupita y me sorprendí mucho con el proceso. Justo debajo de su imagen, está dispuesta una alfombrilla mecánica que va de lado a lado, en un tramo corto. No te puedes detener a verla, pero sí pasar las veces que quieras, respetando la fila. Yo lo hice siete veces.
Después de rezar, fuimos a una tiendita dentro de los rincones de la Basílica que, con tanta gente que reciben a diario, se maneja con una rapidez increíble. Aquí Fernando sí me dejó comprar todo lo que quisiera. Luego subimos y quise pasar una vez más a ver a la Lupita, como para que se me quedara tatuada.
El tiempo apremiaba y ya era hora de irnos. No provoca dejar este lugar; se respira aire fresco, una paz indescriptible. Comenzamos el camino de vuelta y me dio risa darme cuenta que ahora sí escuchaba las voces que venían de los tarantines, que ahora sí veía con más detalle lo que ofrecían; que escuché a gente hablando de cualquier otra cosa, que habían cornetas, heladeros, niños corriendo. Yo no vi nada de eso mientras subía. Lo mío era pura emoción; lo supe en ese momento.
No lo había mencionado hasta ahora, pero desde que llegué a Ciudad de México me llamó la atención que en varios lugares habían flores tendidas en el suelo. Creo que, por pura casualidad, siempre eran amarillas.
Fernando me llevó hasta El Zócalo -al mero centro, como diría él-y si hay un lugar donde abunden hoteles en Ciudad de México, es justo ahí. Me seguí encontrando flores amarillas, regadas por todos lados, decorando altares. Me cuenta, mientras caminábamos hacia la Catedral, que las flores son parte de las ofrendas a los ya fallecidos; a quienes además se les pone comida -sobre todo el Pan de Muerto-, se les canta y dan luz a sus almas. Durante el día de muertos, los familiares visitan las tumbas, las decoran y ofrecen comida para que el difunto se sienta bien recibido.
En El Zócalo todo era un festín. Al llegar a la Plaza Mayor nos vemos envueltos en danzas, ofrendas, tambores, cascabeles, gritos de alegría. ¡Nos tropezamos con La Catrina, la muerte misma! que iba a paso lerdo por las calles, haciendo voltear a todos. Había mucho que ver. La gente caminaba tomando café, comiendo algodón de azúcar y una mazorca picante cuyo nombre nunca alcanzo a recordar. Desde la Plaza Mayor se deja ver la Catedral, el Palacio Nacional, el Departamento del Distrito Federal, el Antiguo Ayuntamiento y el Portal de Mercaderes. Todo eso me lo aprendí de memoria. Me quedé fascinada viendo cómo justo al frente del Palacio Nacional había un grupo de curanderos, ofreciendo sus sahumerios y como muchos pasan por allí para hacerse uno que otro despojo.
La Catedral es imponente. Me intimida. Desde un costado se ve cómo se ha ido desplazando, pues el suelo ha ido cediendo y se está hundiendo poco a poco. En su interior todo luce ligeramente inclinado. Al lado de esta estructura, o al frente, depende de cómo se vea; se aprecian unas ruinas. Me cuenta Fernando que las descubrieron cuando intentaban construir las vías del metro, hace ya un montón de años. Y aquí todo es vida: muchos puestos en la calle para comer, gente que vibra en colores distintos, una oferta gastronómica amplia -que nunca da tiempo de probar a plenitud- y demasiadas razones para siempre volver.
Qué rico es caminar por el casco histórico de la ciudad. Me faltaba sólo escuchar un mariachi y seguro hasta me atrevía a cantar. Pero no pasó. Seguimos caminando por cualquier calle que estuviera libre, hablando de cualquier cosa, viendo los edificios, dejándome llevar por todas las historias que Fernando tenía que contar de su ciudad. Mucho mejor que leer cualquier libro. Qué buena manera de dejarme abrazar por la capital de un país que se me quedó en el corazón, a la que volveré con más días libres para ver tanto y más y para abrazar de nuevo a Fernando que todos los años me recuerda que debería estar allá.