Si algo tiene la literatura que no tiene el viaje físico es que nos proporciona una especie de red imaginaria en la que conocer íntimamente los lugares visitados entre las letras. Lisboa es una de esas ciudades que uno no se cansa nunca de leer, quizá por lo prolífica que ha sido su presencia en la metaliteratura de las ciudades.
Viaje uno: septiembre de 2008. Un avión de Spanair de repente se estrella contra la pista de despegue y nosotros –los españoles- al otro lado del televisor observamos impasibles e incrédulos. En él viajaba una pareja que acababa de casarse, y otros cientos de pasajeros de los que ya no recordamos ningún detalle. Entonces P y yo decidimos coger un tren a la capital lusa, porque dicen que los trenes no descarrilan nunca, y porque para qué irse más lejos teniendo en la península ciudades en las que desfibrilarnos de amor. Como dormir en Lisboa no supone un problema, no planeamos nada: dejamos que los ecos de los libros que hemos leído nos vayan guiando. Recuerdo que en ese viaje compramos cuadernos con las tapas llenas de flores y ropas secando al sol en los balcones y los llenamos de historias que escribimos a medias como si se tratara del diario de una primera cita con una ciudad nueva.
Viaje dos: doy por casualidad con un libro que se llama Tren nocturno a Lisboa. Estoy en Madrid, en la biblioteca de Pacífico, hojeo sus primeras páginas y descubro un texto íntimo y repleto de poesía. Me lo llevo a casa y la historia de Gregorius me engancha desde el principio, por sencilla, natural y también profunda. Tren nocturno a Lisboa se convierte en una guía de viaje reversible: después de haber conocido la ciudad con los sentidos –los pies, las manos, los ojos, la nariz, las caricias- vuelvo a pasear la Alfama entre los recuerdos de alguien que no existe y sin embargo siento tan cercano (¿cómo es eso posible?). Más de tres ó cuatro veces lo he releído y he encontrado, en cada una de ellas, nuevas calles y sensaciones de la Lisboa que existe adentro mío. [Si alguien lo quiere leer, se lo puedo enviar vía mail].
Viaje tres: es el final del verano. Es el final de una relación de años (la que me llevó, precisamente, a Lisboa) y para entonar el réquiem último cogemos un coche y conducimos durante días por la costa portuguesa, durmiendo en las playas y en los acantilados y dejando que las olas rompan contra nuestros cuerpos. En Lisboa, nos sentamos en la Praça do Comercio y con un verdejo brindamos por que, al menos, la amistad de las cuatro viajeras presentes –y de las que se quedaron recuperando los exámenes de septiembre- no termine nunca. Apagamos los móviles y hacemos carreras en las autopistas con coches desconocidos. Lisboa, nuevos tintes, comida de supermercado frente a los platos exquisitos de la primera visita, cuando el amor, cuando el aroma a bacalao que sobrevive, cuando no escribir, no escribir nada por estar viviendo.
Viaje cuatro: otro libro cae en mis manos. Esta vez se trata de Invierno en Lisboa, del español Antonio Muñoz Molina. Cómo describirlo…Solo podría decir que es como una canción de blues que no termina, inundada de nieve, triste y al mismo tiempo callejera, de amores que nunca llegan a encontrarse y cuando lo hacen, ya es tarde para ellos. Esa Lisboa es nueva, no es la Lisboa de Chiado, ni siquiera la melancólica Lisboa de la saudade, sino una Lisboa imperativa de mar que recuerda más a los acentos galegos de las vocales. Quizá para crearle controversia a lo que experimenta mi cuerpo y mi mente al mismo tiempo, lo devoro al calor de agosto en la Plaza de los Naranjos de Marbella –como si pudiera haber algún nexo o parecido entre una y otra ciudad. Incapaz de olvidarme de este libro –cómo podría- y de la piel de erizo, se lo regalo a L en nuestro fugaz encuentro en León (por el simple placer de compartir las cosas que nos marcan).
Viaje cinco: último año de estudios en Madrid y me escapo a Coímbra por unos días. En las calles, en las paredes, aparecen frases de Fernando Pessoa, en una especie de construcción metaliteraria otra vez – la ciudad que se convierte en cuento en una primera fase y después, a la inversa, las palabras se le devuelven a la ciudad, a quien pertenecen-. Encontrar los textos de Pessoa supuso, en la evolución de mis lecturas, el inicio de un estraperlo de ideas literarias que escapaban de toda lógica. Un escritor convertido en cientos. Una ciudad –Lisboa- representada en sus detalles y no, por primera vez, por sus atributos gigánticos (el castelo de São Jorge, la torre de Belém, las grandes plazas, el Rossio, el Tajo rindiéndose al océano). Sobre todo, ese universo pessoano que disocia mundo y vida, literatura y arte, voz y garganta, esas cosas. El Libro del Desasosiego es una especie de baúl del tesoro en el que todos esos pensamientos fluidos quedan registrados para, de ese modo, permanecer.
Viaje seis: viajes en un futuro imaginado. Clases de portugués en la calle, inspirándome en el acento de los extraños. A veces sueños con trenes y magia y lluvia y es Lisboa. Otras, no sueño, pero viajo allí en un fenómeno cósmico que no entiendo (se llama adventura, en mi vocabulario inventado) y que transporta espíritu y no cuerpo. Bacalhau à brás en casa un domingo y el sabor del Atlántico en las yemas de los dedos. También la música, cómo negarlo, la música de risa baja y entonación suave, escapándose por las comisuras de las puertas muy de noche. Pero sobre todo, la estantería llena de libros y ante la furia de los trenes, saber que siempre permanecerá la ciudad para mí en sus historias y en los libros que nos quedan por leer.