Amaneció un día radiante, frío, pero radiante de sol. En las cornisas de los tejados que se avistaban desde la habitación del hotel de la Plaza Mayor los chupiteles se cernían amenazadores sobre los viandantes que se arriesgaban a pasar bajo ellos.
Marina, la encargada de la logística durante la gira teatral por provincias, ya había bajado a desayunar. Lo primero que le extrañó fue no ver a Pedro, dado que el primer actor se caracterizaba por dormir poco y madrugar mucho. Se habría quedado dormido hoy liberado ya de los nervios que las representaciones, finalizadas la noche anterior con enorme éxito, siempre le suscitaban.
Poco a poco el elenco iba ocupando las mesas del comedor del Pequeño Hotel Las Torres. Siempre que paraban en esa ciudad Marina contrataba los servicios del PHLT por su fantástica relación calidad – precio. Buenos días, Marina, ¿qué tal has dormido?, era el soniquete que cual aldabonazos discontinuos repiqueteaba rítmicamente en los oídos de la responsable de que todo marchase como la seda. Muy bien, gracias, Alberto, Lola, Kiti, Andrés, Choni, Paloma…
Pedro no dio señales de vida durante la media hora larga en que todos, incluidos los dos conductores de autobús, desayunaron con gran apetito y ganas de conversar. Volvían a Madrid, a casa, y eso tras quince días de deambular de hotel en hotel y de teatro en teatro a cual más variopinto, siempre era una alegría. Marina había pedido a Luis y a Toño, los dos chóferes, que tuviesen todo preparado para salir hacia la capital a eso de las diez de la mañana. Pero Pedro, por qué no bajaba.
—Kiti, por favor, bonita, sube a la habitación de Pedro —pidió Marina a Isabel, sabedora de que el primer actor jamás se molestaba por lo que hiciese Isabel. Es más, entre los dos debía de haber habido algo en algún tiempo por remoto que fuera y ya se sabe que donde hubo fuego quedan rescoldos—. Dile que ya está bien, que estamos todos ya preparados, que sólo falta él.
—Marina, Marina —gritó Kiti pocos minutos después mientras bajaba presurosa por la escalera de dos tramos que daba acceso a las habitaciones del Pequeño Hotel—, Pedro no ha pasado la noche en el Hotel. No respondió a mi llamada, he entrado en la habitación y la cama está sin deshacer. ¡Ay, Marina, qué le habrá ocurrido. No es normal en él ausentarse sin avisar!
Todos, actores, técnicos, y los dos conductores se arremolinaron en torno a las dos mujeres que, demudadas, se habían quedado sin habla. Fue Andrés, el pequeño actor de reparto que tanto hacía reír al público durante la representación quien se hizo dueño de la situación y comenzó, con una seriedad que para sí querrían otros, a dar instrucciones sobre cómo proceder y afrontar la situación.
—Lo primero, Marina —habló Andrés con decisión mirando a la gestora—, sería llamar a comisarías y hospitales para ver si esta noche o de madrugada han recogido o atendido a alguien de quien desconozcan la filiación. Creo que se impone en primer lugar llamar a la Jefatura Provincial de Policía. Trabaja ahí Soler, compañero mío de Instituto, quizás él pueda ayudarnos.
—¿Por quién pregunta? ¿Soler, Comisario Soler? Aguarde un momento. Soler, ¿está en la Casa Soler? —oyó Andrés a través del teléfono gritar en la lejanía a quien quiera que se hubiera puesto al aparato—. Oiga, me dicen que aún no ha llegado. Ayer por la noche estuvo de servicio precisamente en el Teatro del Liceo donde me dice usted que tuvieron su última actuación. Ya sabe que la Policía y más en estos tiempos de terrorismo islámico y talibanes descontrolados debemos de estar atentos para prevenir y adelantarnos en lo posible a la comisión de delitos. Pues eso, que se acostaría tarde y hoy entra también más tarde. Ya le digo yo cuando venga que se ponga en contacto con ustedes.
Horas antes en el Casablanca el doctor Morujo se mostraba muy preocupado por la evolución de las heridas de arma blanca que el navarro ilustre había sufrido. Era evidente que había que llevarlo a un hospital. Las mesas ajadas por el uso del Casablanca ya no podían hacer más por el cuerpo descangallado de Pedro. Morujo pensaba que los atracadores debían de llevar las hojas de sus facas automáticas impregnadas en alguna sustancia que estaba provocando en el cuerpo del atracado una reacción anafiláctica que podía acabar con su vida.
En el Hospital Clínico de la localidad el doctor Luengo quedó a cargo del amasijo de carne y huesos en que, de seguir un poco más de tiempo así, acabaría convertido Pedro, el protagonista de Sé infiel y no mires con quién. Quizás a poco que se hubiese demorado Luis Luengo en la administración de la adrenalina la infidelidad del primer actor habría sido consigo mismo, con su propia vida. Nunca curiosidad tan veleidosa como la de darse una garbeo por el Barrio Chino más famoso de España podría haber acarreado consecuencias más fatales.
Soler, a una hora más que indecente para un honesto trabajador que se precie, había hablado con su antiguo compañero Andrés: “Coño, Andrés, cómo no me avisaste antes de que pasarías por aquí. ¡Fíjate que ayer estuve viendo vuestra obra y no te reconocí! O sea que tú eras el soplagaitas del decorador, cómo se llamaba, sí, ahora me acuerdo, Óscar. Te llamas Óscar en la representación. Jo, tío, pues estás irreconocible. Pero a lo que vamos, me dices que Pedro, el Paco de la obra de teatro, os ha abandonado, vamos, quiero decir que no ha aparecido por el Hotel esta noche y, claro, estáis preocupados. Normal. Oye, Andrés, ¿no será vuestro Pedro igualito que Paco el editor? Venga, sí, perdona, sé que la situación no es graciosa para nada. Me pongo a ello. Ya te aviso con lo que sea.”
En la comisaría Soler, de camino a su despacho donde se disponía a llamar por teléfono al Clínico para que le dieran la lista de ingresados por urgencias de esa noche, se cruzó con dos maderos que llevaban esposados a dos rapaces que apenas si llegarían a los dieciocho años. Tras, dada la estrechez del pasillo, chocar con ellos Soler se interesó por el motivo de la detención. Se enteró así de que ambos jóvenes habían organizado una buena escandalera en el elegante puticlub Atenas donde completamente drogados habían pasado la noche anterior presumiendo de dinero y pretendiendo realizar prácticas sadomasoquistas con dos meretrices aficionadas, esto es, con dos belle de jour. Las chicas, que entretenían sus días libres acudiendo a la Sala de Fiestas donde con poco esfuerzo y ningún daño conseguían un dinero que les servía para un mejor pasar en su vida cotidiana, se negaron a que unos chiquilicuatres les tocasen un pelo sin su consentimiento y mucho menos que las golpeasen.
Cuando Soler habló con Morujo, de servicio de guardia desde la noche anterior en el Hospital, y éste le contó con pelos y señales la noche del Casablanca, el Comisario empezó a atar cabos y volvió a valorar las grandes ventajas de vivir en una pequeña ciudad donde todos se conocen y donde esconder una actividad o una barrabasada es poco menos que imposible. Pedro el actor llegó a donde la Carmina con dos navajazos y sin cartera; dos mindunguis borrachos de cocaína y de éxtasis tiraban poco después en el local más caro de la ciudad de un dinero que jamás, ni en sus mejores sueños, habrían imaginado tener; sólo había, pues, que encontrar los objetos que se les hubiesen requisado durante su detención.
Efectivamente en el departamento de pequeños hurtos de la Comisaría había sido depositada por parte de la pareja de policías que había detenido a los dos ladronzuelos pasados de estupefacientes una cartera con un carnet de identidad a nombre de Pedro Osinaga Escribano y una entrañable foto familiar del actor navarro junto a su mujer e hijo. No había ni un euro en ella. Estaba claro que las dos belle de jour habían sabido conjugar a la perfección su negativa a someterse a dolorosas prácticas con la maña para dejar sin una perra a quienes a ellas se acercaron.