Imagínalo, vives en Bent. Todo es posible en aquella soportada frialdad, más fría e insoportable por su carácter de tedioso castrante soporte untuoso. En Bent es preso el ser humano, se le niegan ciudadanía, aire, el amor… se sustrae a los seres del roce, todo roce: la piel sólo puede tocar otra piel para darle sepultura, abrazar otro cuerpo únicamente si es cadáver. Por duro, tenso, inhumano que parezca, imagínalo, vives en Bent. Allí Greta no quiere ser Greta, quema su identidad para morir en Georg; Greta-Georg se confiesa ante Max “un verdadero cristiano: no hablaré con la Gestapo hasta después de misa”. Bent. Maravillosa, descarnada, llega a ser tierna película. Max y Horst descubren que se aman. Pero sólo uno de ellos sentirá la tibieza inerme prácticamente fría del cuerpo del otro. Sólo al final la gélida cancerosa homofobia permitirá que dos personas semejantes alcancen a vislumbrar un atisbo de lo que sería entregarse a un roce. Bent, donde habitas. ¿Dónde –Bent- te resignas a habitar?
Continua, cansinamente pactando, Max se niega a abandonar el armario múltiple de su miedo. Vive en pleno eufemismo, porque hasta “pueden arrestarte por tener pensamientos sarasas”. Qué me dices, los sarasas no piensan, no deben, porque entonces el armario, porque entonces el miedo, porque entonces el ser… Vives en Bent, no piensas. Así que, como Max, te dices a ti mismo “seré un sarasa silencioso y discreto”. Maldita “discreción”, desvergonzado zulo de todas cobardías, coartada de atildados glamorosos bienpensantes: rémora y escoria de las libertades.
“En el campo de concentración haré muchos tratos. Voy a sobrevivir”. Cuando dijiste eso, tú, sí, tú, Max, firmaste contigo mismo el contrato para malvivir, creyendo que sobrevivías. Aceptaste chupársela al capitán SS, ser amable con el kapo de tu barracón. En el Bent en que vives, tú, sí, tú, Max, maltratas a tus semejantes. Prefieres la estrella amarilla al triángulo rosa porque “el triángulo rosa es lo más bajo”. Y así, en tu Bent de hoy, consientes que un vulgar oberkapo ex SS maldiga tus amores como pecado; permites que su verminosa guardia pretoriana quiera acabar –por lo legal, ante el Constitucional incluso- con las conquistas de los que han dado por ti el sudor de sus luchas. Tú vas a pactar, para qué ser tan radical pudiendo vivir en Bent, vestir en Bent, despreocuparse en Bent para hacer como que crees que estás sobreviviendo, pobre iluso: “los maricas no podemos amar, no quieren que lo hagamos”, ni el oberkapo bávaro, ni los piadosos seres religiosos de una y otra acera.
Te encuentras mal, enfermo. Claro, vives en Bent, vives Bent. Te dice a ti mismo no te preocupes, para algo tienes al oberkapo bávaro, “el te puede dar medicinas si te portas bien…”. Y vas, y te portas. Y haces lo que ellos quieren: humillas la cerviz, mansamente te adentras en tu armario, la medicina que te proporciona el maldito. Allí encierras tu ser. Sales de vez en cuando, siempre el armario a cuestas. Y eres la reina –nocturna- de Bent. Vas al local donde Georg es nuevamente Greta, donde nadie ha oído nombrar a Magnus Hirschfeld, donde –allí- silencias en tu alma a Pastor Niemoller. Y bailas, bailas, bebes, y vuelves a bailar. Hasta el amanecer. Hasta fornicar con tus represores. Hasta chupársela –su podrida mente- a tu oberkapo.
Recuerda, tú: “Primero cogieron a los comunistas, y yo no dije nada por que yo no era un comunista. Luego se llevaron a los judíos, y no dije nada porque yo no era un judío. Luego vinieron por los obreros, y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista. Luego se metieron con los católicos, y no dije nada porque yo era protestante. Y cuando finalmente vinieron por mí, no quedaba nadie para protestar”. Cogieron a los gays y tú… te armarizaste en Bent. Pero a por ti también vendrán.
No, esto no está pasando, dice Max. Sí, está pasando, está pasando. Horst. Bent.
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