(Universitat de Barcelona, miembro del Seminari de Filosofia Política, SFPUB). Texto publicado en J. M. Bermudo (coord.), Hacia una ciudadanía de calidad. Barcelona, Horsori, abril 2007, págs. 227-246 (acceso al libro en Editorial Horsori).
Uno se sorprende al constatar que últimamente se manifiesta una multitudinaria pasión por un pasatiempo japonés, que ha llegado hasta nosotros fruto de la no siempre inocente interrelación cultural. Desde hace cierto tiempo, miles de personas que usan el transporte colectivo se dedican, durante su viaje hacia el trabajo o de vuelta a sus hogares, a la tarea de intentar resolver un sudoku, un endiablado rompecabezas numérico que ha conseguido desbancar a los tradicionales crucigramas de los periódicos. La semántica arrinconada por la numerología. Hay libritos repletos de sudokus. Hay incluso programas informáticos para generarlos en grandes cantidades y diferentes tamaños y niveles de dificultad. El mundo del sudoku invade los andenes del metro y el ferrocarril, las cafeterías, los parques y hasta las bibliotecas. Es el resultado del entramado mediático de las modas: todo el mundo es libre de elegir a qué dedica su tiempo de ocio (o lo que es equivalente, de qué manera encadena su tiempo libre), pero mucha gente acaba eligiendo lo mismo, el sudoku.
La relación que tiene esta anécdota con el tema de la ciudadanía es metafórica: la pasión por el sudoku puede tomarse como una metáfora de la crisis de la ciudadanía y, a la vez, de la crisis del pensamiento crítico, siempre y cuando la pasión por el sudoku se entienda como algo colectivo, pues no hay duda de que muchos ciudadanos interesados por el sudoku sienten también un sincero interés por los asuntos cívicos. Del mismo modo hay que entender la crisis de la ciudadanía como un proceso colectivo. La ciudadanía malgasta sus energías resolviendo complejos pasatiempos japoneses, problemas de números que agilizan la mente, cierto, pero sin una semántica que les dé sentido. Se trata de un derroche de energía dirigida hacia cuestiones tan abstractas como irreales, una manera aparentemente inteligente de no pensar en problemas reales. Tal y como Calicles dijo a Sócrates, reprochándole que a su edad se dedicara aún a la filosofía, es el sudoku un juego útil para niños y jóvenes, pero no para personas adultas, ciudadanos que deben centrar su atención en los problemas reales de la vida práctica, de la vida social, política, laboral y cultural.
Si la ciudadanía se define primariamente por su papel participativo en la vida pública, social y política de un Estado, se entiende la metáfora en tanto que asistimos a un ingente desinterés por la participación, debido sobre todo a que la ciudadanía tiende a concentrarse en sus asuntos privados. El ejecutivo medio, el obrero manual, la profesional liberal, todos ellos, abocados a la resolución del pasatiempo japonés, inmersos en disimulados cálculos mentales, representan al hombre político contemporáneo, tan lejos del hombre político del siglo XIX, y tan ajeno a aquel ideal participativo que representara la democracia ateniense. Hoy priman los beneficios de la tecnología, que aumentan nuestra calidad de vida, nuestro bienestar y permiten incrementar nuestros niveles de libertad cotidiana, es decir, nuestras posibilidades de elegir. Asistimos a un aumento de la demanda y la consolidación de lo que podríamos llamar derechos electivos, es decir, el derecho a fumar, a solicitar una pensión, a casarse, a no casarse pero tener los mismos derechos que los casados, a ser feliz, a ser diferente, a recibir una educación pública acorde con las creencias particulares, a divertirse, a vivir sólo en una lengua.
Pero todas estas ventajas que proporciona la vida en un régimen de libertades personales pueden poner a prueba el futuro de las libertades civiles, sobre todo en lo que respecta al ejercicio de los derechos políticos. A lo largo de este trabajo se expondrá esta idea: el éxito de la sociedad abierta, que de alguna manera ha sido históricamente esencial para el desarrollo de la ciudadanía activa en las distintas etapas de la historia de Occidente, ha acabado por traicionar ese objetivo político. Al cabo se ha comprobado que, si bien el espíritu de la ciudadanía activa no puede desarrollarse sin la base de un mínimo de libertades personales y cotidianas, las libertades personales y cotidianas pueden subsistir sin necesidad de ese espíritu de ciudadanía activa, siempre que el sistema económico garantice la satisfacción sostenible de los derechos electivos. En suma, que la actual crisis de la idea de ciudadanía, palpable en la cultura occidental contemporánea, salvo contados ejemplos aislados de rebrote del espíritu ciudadano, responde a un estado de expansión de las libertades personales y los derechos electivos, pero sin la contrapartida del impulso equivalente por la participación activa en la construcción de un orden de libertades públicas o civiles que regule las relaciones entre personas libres en una sociedad abierta.
El ámbito de las libertades cotidianas y derechos electivos es lo que Berlin denomina libertad negativa, entendiendo que "ser libre consiste simplemente en que otras personas no le impidan a uno hacer lo que quiera", y que la ausencia de obstáculos no es un medio para conseguir la libertad del hombre, sino que es la libertad misma. Se trata de un ámbito hipotético en el cual es posible satisfacer los deseos y necesidades sin obstáculos sociales, y donde ningún hombre está obligado a rendir cuentas a nadie, cosa que remite a la condición del estado natural.
El ejercicio intensivo y expansivo de las libertades cotidianas y los derechos electivos puede poner en peligro la continuidad del estatuto de las libertades civiles, que sirven para garantizar un orden de convivencia y un nivel digno de libertad privada para todos, y que han sido construidas tras siglos de esfuerzo colectivo. Es la pugna entre la libertad negativa y la positiva, entendida esta, según Berlin, como la que regula las relaciones entre los hombres mediante leyes, es decir, mediante limitaciones sobre las libertades individuales. Las libertades públicas, es decir, las construidas mediante la participación activa de los ciudadanos para decidir qué límites se imponen a sí mismos, sirven para preservar un razonable margen de libertades privadas, pero si éstas crecen sin que aquéllas sean reforzadas, las fronteras entre las libertades de los particulares pueden llegar a rozarse, y con el roce llega la fricción y aparece el conflicto de intereses que, en ausencia de un árbitro formal, se resolverá mediante la fuerza. Esto es válido tanto para el episodio de Heracles y los bueyes de Gerión como para el caso de los intereses de una corporación frente a los intereses de sus empleados, así como para el caso de los intereses de un país rico frente a los intereses de un país pobre. Hay que limitar la libertad de los matones, de los policías, de los innumerables Heracles que pululan por el mundo humano, para proteger la libertad del resto.
Aquello que permite hoy hablar de crisis de ciudadanía es que, ante situaciones de conflicto de intereses en el seno de la sociedad post-industrial, la ciudadanía las vive con indiferencia y se refugia en la seguridad de la vida privada protegida. "El ciudadano, atado de pies y manos porque aspira a la paz y vive obsesionado por el temor de perderla, paga a la vez el precio de la inseguridad y la cuota de un servicio de protección". En ese momento, el espíritu de ciudadanía comienza a diluirse en una amalgama de relaciones privadas, tanto horizontales (solidaridad de microgrupo y redes situacionales) como verticales (relaciones de vasallaje laboral: las empresas dan cobertura a la vida privada de sus empleados, en grado tan extremo como ocurre en las grandes corporaciones japonesas o en Microsoft, por ejemplo). Entiéndase que toda crisis de ciudadanía va acompañada de su alternativo auge de feudalismo, que también ha sido detectado, tanto en la forma de crisis urbana como de crisis cultural, ideológica y social.
Hoy, la consciencia ciudadana tiende a definirse bajo el parámetro no de la participación sino de los derechos, y en ese sentido no parece que la crisis sea real. Pero esto ya es un síntoma de la pérdida de valor de la ciudadanía y las libertades civiles en el seno de la colectividad y en la ideología de las personas. El ciudadano pretende ser sujeto pasivo de derechos electivos (y acaso también sujeto activo de deberes, que son la contrapartida de los derechos, pero con mucha menor insistencia) y resta importancia a la cuestión de la participación, considerándola como un derecho más. Pero definir la ciudadanía como un derecho es incompleto hasta que no se define en qué consiste ese derecho, y entonces se puede apreciar que se trata de un derecho especial, de carácter contingente, que proporciona a quien lo posee una cierta condición jurídica que es indispensable para poder participar de la vida pública de un Estado. Y por lo tanto, la ciudadanía es la condición de posibilidad de una serie de derechos políticos que se superponen a otros, públicos o privados. Allá donde se reconoce el derecho a la inviolabilidad de la persona, éste se aplica a cualquiera que lo reclame, sea ciudadano o no. Pero quien es ciudadano de un Estado, goza de todos los derechos civiles reconocidos, más de aquellos derechos que permiten su participación, en un grado u otro, en la organización de esa comunidad política (no se trata tan sólo del derecho de voto, sino también del derecho a organizarse políticamente, del derecho a poder ser elegido, etc.).
Se puede explicar parcialmente el proceso de esta crisis en virtud de la escasa estatura participativa del sistema democrático, que se limita a dejar votar a los ciudadanos, cada vez más desencantados de sus representantes. Hay asimismo un desengaño masivo en el Occidente postindustrial ante la clase política, debido a la también baja estatura de la actividad de los que sí pueden ejercer plenamente su derecho a participar en la organización de su comunidad. Hay cada vez una mayor distancia entre los ciudadanos y sus representantes, que componen dos formas cada vez más diferenciadas de participación política.
Seguramente otros factores (sociales, ideológicos, religiosos incluso) han contribuido a esta crisis, pero el resultado es que la ciudadanía prefiere recibir derechos electivos en lugar de contribuir a construir y perfeccionar un orden social y de relaciones públicas. Se prefieren las libertades privadas a las públicas, y al dejar de haber una implicación ciudadana en la construcción del espacio público, se corre el riesgo de que el Estado haga un uso excesivo de su libertad para componer el orden social según las necesidades exclusivas del poder. A cambio del bienestar y de las libertades privadas, el sujeto puede renunciar fácilmente a las conquistas políticas de la modernidad, es decir, a todo el proceso histórico que había llevado a extender la participación política desde las minorías aristocráticas hasta las masas. En suma, la ciudadanía está en crisis porque parece preferir que le echen el alimento dentro de una jaula de cristal.
Si esta tendencia se acentúa, el sujeto contemporáneo se enfrentará nuevamente a situaciones que la memoria histórica se ha encargado de describir. Podemos remitirnos incluso a dos mil años atrás. Cicerón, muerto ya César,
observa al pueblo y ve que hace tiempo que ya no es el viejo populus romanus, aquel pueblo heroico con el que soñara, sino una plebe degenerada que sólo piensa en el beneficio y en la diversión, en comer y en el juego, panem et ciercenses, que un día recibe con júbilo a Bruto y a Casio, a los asesinos, y al siguiente a Antonio, quien clama venganza contra ellos, y al tercero a Dolabela, que manda derribar todos los retratos de César. En esa ciudad degenerada, reconoce, nadie sirve ya con honradez a la idea de la libertad. Todos quieren únicamente el poder o su bienestar. César ha sido eliminado en vano, pues todos ellos sólo aspiran y pelean por su herencia, por su dinero, por sus legiones, por su poder. Tan sólo buscan el provecho y la ganancia para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma.
Cicerón ya se encontró con el problema de cómo conseguir que una sociedad acomodada se comprometa políticamente y pugne por la libertad más allá de la libertad de supermercado, sobre todo cuando las libertades políticas y civiles están amenazadas. En condiciones de bienestar, el deterioro de las libertades políticas y civiles no siempre se vive como una amenaza. El reencuentro con la arbitrariedad del poder descontrolado incita a buscar la protección de la vida privada y personal, también la seguridad en los niveles más básicos, y revive el temor al reencuentro con experiencias fronterizas, no del todo olvidadas, y a la postre, el reencuentro con el estado natural. Son experiencias también del hombre del siglo XX que se prolongan hasta nuestro siglo XXI.
2.- La crisis de la idea de ciudadanía
Uno de los aspectos que es necesario contemplar en la cuestión de la crisis de la ciudadanía consiste en que, en el plano ideológico, la participación política ha dejado de ser un ideal, ya no es un valor capaz de mover los espíritus ni de generar una dinámica de acción social y política. Al contrario que hace dos siglos, las ideas políticas ya no se expresan ni se transmiten en vistas a una intervención sobre la realidad social para transformarla según unos ideales que implican, al menos en la teoría, un progreso respecto al estado anterior a la intervención. El siglo XX se ha caracterizado por la tendencia, prolongada en los inicios del siglo XXI, a desplazar a la ciudadanía de toda posibilidad de intervención directa sobre el orden social, función que ha quedado en manos del poder estatal o, más tardíamente, de las corporaciones privadas.
Para intentar comprender qué ha ocurrido entre finales del siglo XIX y los albores del XXI, vamos a tener en cuenta el análisis que hace Isaiah Berlin en su famoso libro Cuatro ensayos sobre la libertad, sobre todo en el capítulo titulado "Las ideas políticas en el siglo XX", donde Berlin sugiere que desde cualquier punto de vista, es más que evidente la ruptura y la discontinuidad entre las concepciones políticas del siglo XIX y del siglo XX, a pesar de su continuidad temporal. El siglo XX posee unas especificidades que lo diferencian del XIX y lo hacen único en la historia de las ideas políticas.
Todos los movimientos políticos del siglo XIX tenían rasgos comunes, a pesar de que sus idearios se formularan de forma divergente y hasta enfrentada. Berlin ejemplifica esa oposición en dos grandes corrientes: individualismo (liberalismo, utilitarismo y anarquismo) y colectivismo o comunitarismo (socialismo, tradicionalismo). Lo común en ellas es haberse presentado como fórmulas teórico-prácticas para solucionar los conflictos del hombre en sociedad, cada cual según su vía, pero siempre conforme a ciertas reglas de construcción teórica, y en vistas a generar optimismo y confianza en los mecanismos de la racionalidad para hallar soluciones y mejoras en las formas de vida.
Tanto los conservadores tradicionalistas como los liberales progresistas durante el siglo XIX estaban finalmente de acuerdo en la necesidad y conveniencia de intervenir racionalmente en los desarrollos sociales, para evitar injusticias, y cada cual salvaguardando aquello que tenía por sagrado e intocable de su ideario. Con todo, las diferencias entre posiciones opuestas acabaron suavizándose, hasta el punto que liberales, conservadores y demócratas llegaron a coincidir en aspectos importantes de sus programas. Había una confianza generalizada en el análisis racional y sus aplicaciones prácticas, al margen de las divergencias en cuanto a los medios de aplicación de tal análisis. En conjunto, sus presupuestos comunes _que forman parte del significado de la palabra ilustración_ eran, desde luego, profundamente racionalistas. Los problemas, en cuya constatación coincidían, debían resolverse por el recurso racional, el apoyo de los conocimientos científicos, de las circunstancias culturales, de la historia, y mediante el recurso al logos, para hacer conscientes a los hombres de la existencia de esos problemas y de la necesidad de resolverlos. Había una insistencia común en la necesidad de generar una conciencia pública, en mantener a flote, a la vista, la imagen conflictiva y problemática de la vida social.
Es decir, mediante la negación del pensamiento crítico y la eliminación de toda consciencia pública de que la vida social es, por sí, problemática. Hay que considerar que ninguno de estos movimientos ha renunciado a la racionalidad, sino que más bien han impugnado su carácter humanista, propio del siglo XIX. Por el contrario, ha ensalzado la racionalidad instrumental, el mundo de la técnica, en combinación con el desarrollo del mundo de los sentimientos e impulsos vitales, Por ejemplo, la solución de la cuestión judía tuvo un planteamiento racional, exacerbadamente racional y hasta perverso en su racionalidad, pero con una orientación claramente antihumanista, es decir, claramente instrumentalista (medios), contrario a la razón práctica (fines).
Más aún, se trata de una distancia que separa al siglo XX no sólo del siglo XIX, sino de toda la historia del pensamiento, pues siempre se había dado cierta importancia al esfuerzo intelectual y al tratamiento racional (también emocional y espiritual, pero al cabo tratamiento intelectual) y teorético de las controversias prácticas y de los conflictos entre los hombres. Incluso el escepticismo daba importancia a los conflictos y los problemas aunque desconfiara de las respuestas posibles. Los pensadores escépticos, al cabo, reconocían la realidad y la importancia de tales conflictos, sólo que negaban la capacidad de los colectivos humanos para encontrar soluciones a sus propios problemas.
En el siglo XX, los conflictos y las cuestiones teóricas que los conflictos suscitan se resuelven eliminando la conciencia de tales conflictos en las mentes pensantes de sus protagonistas. Y eso se consigue descalificando el esfuerzo intelectual, persiguiendo al pensamiento para orientar toda acción individual hacia un sentido instrumental de carácter colectivo: se impone la conformidad política e ideológica, y desaparecen los conflictos al eliminar la posibilidad de que alguien los plantee y siembre la discordia. Evidentemente, todo ello se consigue mediante el uso previo de la coerción y la instrumentalización total de los poderes públicos más el condicionamiento psicológico deliberado.
Las praxis comunista y fascista son las principales impulsoras de esto último, según Berlin, y, aunque tengan ambas sus raíces más profundas en el espíritu del siglo XIX, son totalmente ajenas a las convicciones de esa época, pues pretenden
Esto se identifica, según Berlin, con el totalitarismo comunista, con el nazismo, el fascismo, y las premoniciones de Orwell y Huxley; también con el integrismo religioso, por ejemplo, e incluso con los desarrollos teóricos más elaborados de la democracia capitalista (Weber, Schumpeter). En su versión contemporánea, también alcanza al consumismo tardo-capitalista como vehículo de neutralización del pensamiento crítico; la libertad de supermercado y el pacifismo acordes con el alto nivel de bienestar conseguido, tienen un efecto tan similar al que procura el estoicismo, una especie de alegre resignación, jovial consuelo en el supermercado. La solución de los conflictos es puramente técnica, porque el conflicto es sólo un desorden mecánico, o un desorden neurológico, pero no un problema conceptual que pueda argumentarse racionalmente, ni un conflicto ontológico, que alcance a las raíces mismas de la existencia humana y social. Desde esta perspectiva, todo conflicto es, por definición, instrumental, no llega a ser tan esencial como para que su no resolución suponga un grave cuestionamiento de la esencia del sistema, sino apenas un desajuste en la dinámica del sistema, desajuste que puede solucionarse con las medidas adecuadas para asegurar que la máquina funcione sin fricciones. Esto es válido para el totalitarismo, como Berlin afirma, pero también puede interpretarse en un sentido que Berlin aún no puede llegar a plantear en profundidad, sino sólo esbozar: el proceso que él describe y adscribe a los totalitarismos puede asociarse perfectamente a un desarrollo perverso del capitalismo democrático:
Es decir, se produce un salto desde el totalitarismo al capitalismo, desde el control absoluto de las libertades cotidianas hasta el aprovechamiento mercantilista absoluto de las mismas, del gulag al supermercado, de Orwell a Huxley, pero a costa de la libertad de pensamiento. Berlin apunta que el desarrollo de estas tendencias tiene mucho que ver con la búsqueda de seguridad ante los constantes conflictos entre el desarrollo técnico y el desarrollo social. La crisis de la racionalidad desemboca en una creciente desconfianza en los ideales y en la política racional, así como "un deseo desesperado de vivir en un universo que, aunque era aburrido y monótono, en cualquier caso era seguro contra la repetición de dichas catástrofes" derivadas de la fricción entre desarrollo técnico y desarrollo social. Recuperamos a Hobbes y Maquiavelo, la política instrumental sin ideales, donde los ideales son instrumentalizados al servicio de la voluntad de poder. Para Berlin, en nombre de los modelos sociales óptimos, se ha renunciado a los ideales burgueses de la libertad como desacuerdo con el orden impuesto y hasta con los modelos óptimos. El peligro del pensamiento libre y la curiosidad desinteresada consiste en que pueden llegar a cualquier parte, y son por ello una amenaza directa al orden social interesado en un mecanicismo fluido y sin conflictos.
La actitud que se ha consolidado en el pensamiento político del siglo XX consiste, según Berlin, en erradicar los conflictos desde su base mental, es decir, atrofiando las facultades del pensamiento para llegar a ver los conflictos como dislocaciones del sistema, y no como agudos conflictos en la esencia de las cosas. Lo que no es asimilable para este mecanicismo es un planteamiento esencialista del funcionamiento de las cosas y del papel que el individuo tiene en esa dinámica, sólo acepta que la problematicidad del pensamiento se desarrolle en la superficie del sistema, en sus movimientos más externos y visibles. Así, no se trata de reprimir la libertad de pensamiento y expresión (salvo en el totalitarismo), sino de evitar que haya pensamiento crítico al margen de las consignas aceptadas como correctas, pues el sistema establece una cultura de lo que se puede o no se puede decir, estudiar, analizar, criticar, etc.
Sin embargo, la diagnosis de Berlin es acertada en lo que sigue, a pesar de referirse a la época de la Guerra Fría:
El control social ha derivado desde la amenazadora distopía de Orwell hasta el mundo feliz de Huxley, donde ha encontrado su más sofisticada realización, a través de los mecanismos propios de la sociedad abierta, teóricamente preparada para resistir todo tipo de control social planificado por instancias ajenas a los intereses legítimos de la ciudadanía. Aunque ambos modelos comparten algunos elementos, como su horizonte urbano, hay entre ellos una importante diferencia que interesa al respecto de la crisis de la ciudadanía. En Orwell, el poder político somete férreamente a las personas, y eso ocurre porque el control social ha de ejercerse coactivamente debido a que hay una relativa resistencia a la dominación en algunos sectores de la población, donde el germen de la ciudadanía activa se mantiene. En Huxley ocurre todo lo contrario: el control social se realiza sin coacción manifiesta porque la ciudadanía se ha disuelto en ese mundo de confort dosificado según la casta, y las insatisfacciones y los sentimientos de extrañeza le llegan al sujeto no por sentirse dominado sino por sentirse enajenado de ese mundo colectivo que representa la plenitud. Visto desde la perspectiva política actual, instrumental, puede entenderse que ha sido un beneficio que el modelo de Orwell quedase relegado, bajo los escombros del Muro de Berlín. Desde el punto de vista del tema que nos ocupa, la crisis de la ciudadanía, la realización del modelo de Huxley es como un sedante contra las inquietudes de la libertad política, el principio del fin de la ciudadanía activa.
La descripción que hace Berlin del espíritu político continental en la Guerra Fría es, paradójicamente, perfectamente aplicable al escenario norteamericano actual, en el contexto de la amenaza terrorista de origen islámico. El siguiente texto lo muestra perfectamente:
El mercado, sin coacción, hace propuestas que todos siguen, resuelve dudas y genera confianza casi ciega, fe, obediencia y optimismo, el suficiente para relajarse y hacer un sudoku, para no pensar, para no problematizar la realidad. El sistema, hoy, no necesita reprimir para conseguir el control social, sino que deja grandes márgenes de acción y pensamiento a las personas, siempre y cuando los resultados de esa libertad sin obstáculos puedan ser absorbidos por los mecanismos del mercado (mercantilizados, como la imagen del Che estampada en las camisetas). Un ejemplo de ello es el destino que el ecologismo ha tenido en el campo ideológico actual: de ser primero un mensaje contestatario y subversivo, ha pasado a convertirse en el discurso inexcusable de todos los partidos políticos, y en moda social, movimiento de masas en pos del reciclaje y la sostenibilidad. Nadie se atreve a disentir en público del ecologismo, y quien lo haga será duramente criticado por las masas y los nuevos teóricos de la sostenibilidad, aunque aporte argumentos razonables. De este modo, el éxito del ecologismo ha tenido como consecuencia su fracaso como discurso crítico y su encumbramiento como totalidad ideológica. El mercado ha podido asumir sus valores y sacar partido de su potencial movilizador, comercializándolo, del mismo modo que ha comercializado todo el ámbito de las ONG. El ecologismo, a pesar de constituir un atractivo modelo ideológico crítico, ha sido neutralizado como elemento problemático y problematizador de la realidad. El sistema ha mercantilizado el problema ecologista, y ha convertido los conceptos valorativos del ecologismo en consignas de acción de corto alcance crítico y gran resonancia publicitaria: el crecimiento sostenible es la nueva síntesis del capitalismo y su nueva contradicción.
La alusión al ecologismo o al pacifismo es hoy un recurso ideológico que consigue que los conflictos sean ocultados por los mensajes de exigencia de paz y sostenibilidad. Tales mensajes consiguen que la opinión pública se preocupe más por ciertos temas que por los conflictos profundos que el mercado genera. De este modo, el potencial problematizador del pensamiento libre se desvía hacia terrenos menos dañinos para la estabilidad del sistema, porque todo razonamiento queda reducido aquí a la consigna: "piensa en global, actúa en local", es decir, "piensa lo que quieras, pero no te pases de la raya, no se te vaya a ocurrir actuar también en global". No habrá coacción mientras te limites a actuar en local, te preocupes de reciclar, separar los residuos, reducir tu porción de contaminación, etc. Las acciones locales sólo tienen un alcance local, y su capacidad de erosión crítica es limitada y sostenible. El éxito de la libertad de supermercado, aparentemente ilimitada, consiste en su auténtico y oculto carácter restringido, mediante el cual el sujeto sólo puede actuar localmente, dentro de la jaula de cristal que le ha sido dada como una bendición del sistema. No será necesaria la coacción porque el sujeto apenas puede traspasar los lindes de lo local, a pesar de vivir en un mundo globalizado. Ni siquiera el pensamiento crítico puede traspasar fácilmente esa frontera, a pesar de la globalización informacional y precisamente por ella misma.
La libertad del supermercado no es la libertad del pensamiento, pero se le parece, con la ventaja de que se le puede permitir expandirse indefinidamente, pues el individuo se limita a elegir entre lo que ya hay, y no cuestiona la incapacidad del mercado para ofrecer más, porque el mercado es libre como el sujeto, no está sometido a ninguna autoridad y tiende por definición a no dejarse acotar. La solución que propone Berlin para salir del atolladero es más pluralismo y menos fanatismo ideológico. Es una solución propia de la Guerra Fría: la autoridad puede ser necesaria pero no es infalible. Ahora se hace evidente que la autoridad política casi no es necesaria si el mercado se encarga de ordenar una programación sueva y amable de nuestras vidas, abierta a la pluralidad de los deseos. La condición es que las libertades cotidianas engarcen exactamente con lo que el mercado pueda ofrecer, y que ese despliegue de pluralidad se manifieste en conjunto como una forma de cultura donde incluso haya algún espacio para lo inútil (arte, filosofía), si puede venderse.
La solución que propone Vaneigem es también más pluralismo y libertad de expresión, que suponga un desarrollo profundo de las libertades cotidianas, es decir, de la cultura popular, como forma de combatir el peligro del fanatismo ideológico. Descifrar el mundo con la plantilla de la vida cotidiana puede ser una alternativa viable a descifrarlo con la plantilla del mercantilismo. Pero esto no se traduce necesariamente en una recuperación del sentido de la ciudadanía activa. A lo sumo, Vaneigem proclama la necesidad de ocupar los barrios, oxigenarlos con zonas verdes y evitar que decaigan para alejar de ellos la delincuencia. Son sólo resultados parciales para compensar la crisis urbana y cultural de las clases populares, pero no propuestas que conduzcan a una revitalización profunda de la idea de ciudadanía.
Con la actual realización del pluralismo como ideología del tardocapitalismo, en cuyo seno las libertades de supermercado se han convertido en la auténtica cultura occidental, ni el fanatismo ha sido relegado, ni ha crecido el escepticismo culto, como esperaba Berlin. En todo caso, si la libertad de supermercado es capaz de neutralizar las fuerzas del fanatismo, no por la vía del planteamiento problemático y racional de sus disfunciones políticas, sino por la vía de la satisfacción de las necesidades y los deseos, parece evidente que el desarrollo de las libertades de supermercado no va a resolver la actual crisis de la ciudadanía activa y de las libertades civiles, porque hay una diferencia esencial entre aquellas libertades y éstas.
4.- El capitalismo y la libertad de supermercado
El capitalismo sólo necesita la persistencia de un cierto orden social, un estado civil mínimo que regule las condiciones de relación entre las personas privadas y las corporaciones que esas personas puedan construir. Pero en el orden económico, el capitalismo necesita reproducir las condiciones hipotéticas del estado natural, es decir, para garantizar un dinamismo rentable entre las fuerzas de trabajo y los flujos de capital necesita establecer una mayor tensión en las relaciones económicas que en el orden de las relaciones políticas y sociales, pues para inclinar la balanza es necesario mantener constante una cierta desigualdad. El sistema capitalista necesita que la relación entre capital y trabajo se desarrolle como una relación de fuerzas, y no como una relación de derechos. Si mediante el derecho se igualan las fuerzas, la resultante es cero, y el cero no es atractivo para el capital, aunque sí lo sea para la sociedad civil. Por eso la igualdad sólo puede ser formal, pues si las fuerzas económicas son forzadas a igualarse materialmente, entonces el capitalismo y todo el entusiasmo productivo que genera decaen sin remedio. El ejemplo más claro de ello está en la evolución de las economías socialistas desde el final de la II Guerra Mundial hasta la caída de Muro de Berlín. Allá donde la vida cotidiana también está reprimida, la economía productiva entra en un proceso recesivo. Esto se hizo evidente en las economías socialistas, una vez agotado el entusiasmo revolucionario de las primeras décadas sin que las libertades cotidianas hubieran avanzado al ritmo necesario para realimentar el entusiasmo productivo.
Por otro lado, el capitalismo no tiene ni necesita límites morales ni políticos; sus únicos límites son los tecnológicos. El capitalismo desarrollará todo aquello que esté al alcance de la tecnología y pueda introducirse en el mercado, guste o no a los moralistas, a la bioética o a la ética aplicada a las empresas. La máquina de vapor (cuyos principios ya conocieron los griegos, aunque carecieran de la suficiente perspectiva tecnológica para proyectarlos en el espacio económico) y la clonación humana son dos potencialidades del capitalismo, y ambas comparten el mismo destino: realizarse, tarde o temprano. Sólo la acción de una ciudadanía concienciada puede poner límites a las creaciones del sistema económico, y por esto el capitalismo es sospechoso de operar contra la consolidación de la conciencia política de la ciudadanía. Las sociedades con una conciencia ciudadana mermada o neutralizada no van a poder resistir los embates y los encantos del mercado, y recibirán las futuras realizaciones de la clonación humana con la misma neutralidad estéril con que se recibe la moda del inocente sudoku. Pero lo cierto es que el capitalismo no les va ayudar a encontrar el camino de la ciudadanía activa.
Un ejemplo muy actual es el de la empresa Google, que ha aceptado la censura previa del gobierno chino a cambio de poder operar como buscador de Internet en el inmenso e inexplotado mercado chino. En China es fácil comprar todo si se tiene dinero, pero es casi imposible expresar y transmitir ideas contrarias al orden vigente. Y los dirigentes políticos chinos saben perfectamente que será mucho más fácil contener al movimiento democrático si establecen un régimen de libertad económica y prosperidad. Saben que el vínculo entre desarrollo del capitalismo y desarrollo de la ciudadanía es un espejismo histórico. Mucho ha de cambiar la cultura política china para que el desarrollo de una ciudadanía activa sea más fuerte que el ímpetu arrollador de la libertad de mercado y supermercado.
En este proceso, como se ve en el caso chino, el capitalismo tiene una gran ventaja histórica: puede prosperar sin las libertades civiles y todo lo que representa la ciudadanía, tan sólo necesita la estabilidad que las libertades privadas pueden procurar al orden social, mediante la libertad de movimientos y la consecuente libertad de mercado. La ventaja ideológica del capitalismo supone, precisamente, la gran desventaja de la ideología de las libertades civiles. Los derechos civiles, las libertades políticas y el desarrollo de la ciudadanía son, a la postre, esas flores que los pueblos pueden plantar, cultivar y cuidar. Esto se produce allá donde hay un esfuerzo colectivo y una suficiente consciencia de tal esfuerzo, con independencia del momento histórico, del régimen político y del sistema económico vigentes en un lugar. Sin embargo, el momento histórico, el régimen político y el sistema económico vigentes condicionarán decisivamente el desarrollo de una consciencia colectiva en la consecución de un régimen de libertades civiles. En ese momento inicial de pugna, el pueblo se transforma en ciudadanía.
Pero las expectativas de desarrollo de las libertades civiles no siempre germinan en sociedades donde la cultura y las creencias religiosas se oponen frontalmente a la idea de ciudadanía democrática, ya que la consciencia de una ciudadanía activa sólo alcanza a una minoría cultivada y no se extiende a otras capas sociales, que no se dejan impregnar por su espíritu de afirmación colectiva. Y eso ocurre porque incluso en formas de vida represoras de las libertades personales, la opresión tiene fisuras y las personas encuentran vías de escape a través de las cuales configurar unas libertades cotidianas alternativas. Las esposas musulmanas no suelen disponer de la libertad de movimientos de cualquier mujer danesa, por ejemplo, pero seguramente han construido una esfera de libertades y de poder en su entorno doméstico que les compensa de una vida cotidiana poco atractiva a nuestros ojos. De no ser así, las sociedades islámicas no serían tan estables, porque vivir sin márgenes de libertad privada conduce a la rebelión o a la neurosis.
Las libertades cotidianas, por escasas que sean, generan una especie de paraíso doméstico, y no se puede quitar ese paraíso sin poner otro de similares características. De ahí el fracaso de los movimientos cívicos en los países de tradición islámica, y las dificultades que encuentran los regímenes democráticos para integrar en su sistema de valores políticos a las comunidades islámicas o con un fuerte componente religioso de cualquier otra confesión. Desde el punto de vista de las libertades civiles, el laicismo es una actitud que favorece a los ciudadanos en conjunto, porque no privilegia a nadie en virtud de sus creencias particulares, ni apuesta por una religión oficial. Todos los ciudadanos son iguales ante la ley, lo cual les obliga a no pretender privilegios a causa de sus creencias. Pero desde la perspectiva de las libertades particulares, que sí están tan ligadas a la cultura y las creencias, esta ventaja que supone poder ser libre como los demás incluso en condiciones de desventaja numérica se contempla paradójicamente como una imposición cuando la libertad civil se lleva a la práctica mediante unas normas rígidas que no dan margen de movimiento a las personas particulares. Prohibir el chador, por ejemplo, equivale a vallar una parte de ese paraíso, provocar una cierta desnudez cultural en personas que todavía necesitan cubrirse para entenderse, pero que serían capaces de aceptar un intercambio razonable con las reglas de juego de las libertades civiles. Por esta razón, antes de recurrir a la presión, los gestores de las libertades civiles han de ser flexibles y saber valorar los elementos prácticos, esperar y confiar más en las virtudes de la liberalidad política, porque el resultado contrario será un radicalismo opuesto a otro radicalismo, a cuál más fuerte.
5.- Capitalismo y crisis de la ciudadanía
La persistencia de la idea de ciudadanía activa en el ideario colectivo de una sociedad precisa también de cierto entusiasmo, que ha de alimentarse periódicamente, y que decae del mismo modo que el entusiasmo revolucionario. La actual crisis de la ciudadanía en las democracias occidentales responde precisamente a una pérdida paulatina del entusiasmo político y participativo. Las flores plantadas en el siglo pasado han perdido su vigor original, y su languidez ha dejado al descubierto, bajo la capa de las libertades civiles, el sedimento de las libertades cotidianas y las necesidades materiales de bienestar y seguridad.
El papel que el capitalismo juega en estas circunstancias demuestra el alto grado de elasticidad que éste posee. El capitalismo, como sistema económico, no es contrario al desarrollo de la ciudadanía, pero no la necesita para funcionar fluidamente. De hecho, el mercado funciona mucho mejor exclusivamente en el ámbito de las libertades cotidianas. El vínculo entre el desarrollo del capitalismo y el desarrollo de la ciudadanía aparece repetidas veces a lo largo de la historia, pero no es un vínculo de necesidad, sino que puede romperse si las circunstancias, como son las actuales, lo exigen. Ese vínculo es, como se ha dicho, un espejismo histórico. El capitalismo necesita un orden político mínimo que asegure el desarrollo productivo y garantice la propiedad privada y los beneficios económicos, siempre que ese orden no perturbe el mantenimiento de las libertades particulares. Al capitalismo sólo le interesan las libertades cotidianas y privadas porque consigue reducirlas a libertades de supermercado. Una ciudadanía activa y un régimen de libertades civiles no son incompatibles con él, pero a la postre pueden convertirse en trabas para la necesaria fluidez de capitales y fuerza de trabajo, como puede apreciarse a lo largo de las pugnas sociales del siglo XIX.
El capitalismo no emergió en el seno de un orden político de libertades, sino allá donde el individualismo aún no había traspasado los lindes de las vidas particulares, bajo la forma ideológica de una moral privada y de unos valores que se enfrentaban a los valores del feudalismo. El capitalismo fructifica allá donde es posible superar los niveles de la subsistencia y tener en el horizonte la posibilidad de enriquecer la vida privada y ganar en libertad de movimientos para satisfacer las necesidades del bienestar privado. Si de este nivel no se pasa a un estado de conciencia colectiva en pos del desarrollo de las libertades civiles, el capitalismo no sufre alteración alguna. El sistema económico no necesita evolucionar y pasar de ese primer nivel si no lo hacen antes los hombres. Cuando Locke aboga por la sociedad civil como escenario idóneo del desarrollo económico, no está hablando de ciudadanía activa ni de libertades civiles (de derechos de participación en la construcción del orden político y social) sino de las libertades cotidianas y de la organización legal mínima para garantizarlas colectivamente, sin alterar lo básico de las condiciones del estado natural, es decir, los derechos naturales, que no son estrictamente derechos políticos participativos, sino económicos y electivos. Cuando Locke define el estado natural, se expresa de una manera muy semejante a como Berlin define la libertad negativa: "un estado de completa libertad [de los hombres] para ordenar sus actos y para disponer de sus propiedades y de sus personas como mejor les plazca [...] sin necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona" a la que rendir cuentas. En cambio, al considerar los límites que hay en la libertad de los hombres, Locke no piensa en la libertad positiva, en términos de construcción legal desde un Estado, sino que se remite a las leyes naturales, que son previas a toda forma social. En ese ámbito, el particular no participa, sino que renuncia a su poder para cederlo a la comunidad, en la que queda excluido el juicio particular de cada uno de sus miembros. El único resquicio de acción civil que Locke admite es el derecho a la rebelión contra la tiranía de un Estado o un monarca déspotas, y siempre en nombre de los derechos naturales ultrajados. Es una concesión a la idea de ciudadanía de un teórico del liberalismo que vincula la libertad primero a la actividad económica y después a la política. Pero es lo mínimo que se puede esperar de una colectividad, que en la adversidad se desarrolle una conciencia cívica que se encare con valentía a los problemas. En otras circunstancias es casi lo único que se puede esperar.
Retomando la reflexión sobre la elasticidad del capitalismo, hay que añadir que éste funciona mejor, de hecho, si trata con personas ancladas, paradójicamente, a sus libertades cotidianas, ávidas de satisfacer sus inquietudes y de llenar su ocio con la satisfacción de sus deseos, sin rendir cuentas a nadie. Precisamente el modelo de ciudadano que comenzó a diseñar el liberalismo a través de Locke. Las libertades cotidianas tienen cierta autonomía, y esa autonomía hace que parezcan naturales: pueden darse perfectamente sin el complemento de las libertades civiles y sin que se desarrolle una consciencia colectiva de ciudadanía, siempre que se mantengan las expectativas de bienestar. Las libertades civiles y todo lo que representa la idea de ciudadanía, en cambio, no pueden prescindir de las libertades cotidianas, porque son un complemento de ellas, de manera que acaban dependiendo en mayor o menor medida del sistema económico más afín a las libertades cotidianas, el capitalismo. Si se renuncia a las libertades políticas y al ejercicio de la ciudadanía, a cambio de mantener y ampliar las libertades privadas, el resultado será posiblemente sostenible para la sociedad civil, pues no ha de conducir necesariamente a la tiranía política (recuérdese que es posible el control social sin coacción), pero puede representar un claro retroceso en la cultura política, y un punto de inflexión, como sugiere Berlin, en la historia de las ideas políticas occidentales. Esta posibilidad es, desde el punto de vista del desarrollo de la cultura política, mucho peor que el riesgo de que, dado el predominio de la libertad privada sobre la pública (lo que Berlin calificaría de conflicto entre libertad negativa y libertad positiva), el reencuentro con el estado natural se materialice en sus más variadas formas, y la pugna entre las libertades privadas se convierta en conflicto entre las fuerzas de los contendientes (fuerza física, fuerza militar, fuerza económica).
El mundo de la vida, al cual estamos todos ligados, es consumo. Satisfacer nuestras necesidades básicas ya es consumo, y sofisticar nuestra existencia cotidiana significa generar nuevas necesidades, lo que se traduce en más consumo. Se trata de colocar en las manos de una persona cualquier cosa que pueda colocarse antes en una estantería. El capitalismo necesita personas capaces de resolver un sudoku, personas satisfechas que piensen pero sin correr el riesgo de que llenen su pensamiento de ideas. Pensar a la sombra de un sudoku es una garantía para el capitalismo. El mercado consigue que las personas se enfrenten a problemas vacíos y les dediquen toda su energía intelectual, en lugar de enfrentarse ante los desafíos reales que el mercado pone en la vida de las personas. De ahí que el entusiasmo productivo se alimenta por sí sólo si no se rompe la cadena del consumo progresivo, que es, como decía Hobbes, la que mueve los mecanismos de nuestra felicidad, generando nuevas expectativas en la vida cotidiana de cada cual, pero expectativas que siempre pueden satisfacerse ya que no salen de los márgenes de lo que el mercado puede proporcionar. El capitalismo pone los medios de producción y la gestión del mercado, orientando ambos factores a generar y satisfacer las expectativas de la vida cotidiana de las personas comunes. En la medida que lo consiga, asegurará un cierto nivel de parálisis intelectual. El bienestar y la libertad de consumir sirven para que la llama del entusiasmo por las libertades civiles no se encienda o pueda apagarse con rapidez.
¿Qué ocurre cuando el capitalismo ha tenido que enfrentarse a la emergencia de ideales de libertad política y de ciudadanía, generados por la insatisfacción de las expectativas creadas por el desarrollo económico, primero en la burguesía y después en el movimiento obrero? En ese caso hay que señalar que el capitalismo ha necesitado del plazo de un siglo para neutralizar éste último y reinstaurar un escenario de libertades cotidianas basadas sólo en la libertad del supermercado. El capitalismo es el principal sospechoso de haber provocado y sacado provecho de la crisis de la ciudadanía en el siglo XX.
Por lo que respecta al presente, cuando parece que el peso de las libertades cotidianas, del bienestar y la seguridad es mayor en el seno de la colectividad que el peso de las libertades civiles, el resultado puede ser nefasto, pero no para las libertades privadas. Se trata sencillamente de la posibilidad cada vez mayor de que la vida social sea gestionada desde instancias privadas, corporativas, dado que los agentes que participan y se benefician de las relaciones sociales, así como las personas privadas, renuncian paulatinamente al ejercicio de su derecho a controlar y construir ese espacio de vida pública del que tanto dependen las libertades civiles.
La crisis de la ciudadanía puede convertirse, pues, en una estable recuperación del mundo de la vida, una recuperación sin amenazas, posiblemente sin fanatismos, sin coacción política. Berlin propone una mayor dosis de pluralismo, y con él coincide Vaneigem, para levantar la conciencia ciudadana y evitar el fanatismo, pero la salida de la actual crisis de la idea de ciudadanía activa queda fuera de estos cauces. El pluralismo está absorbido por el mercado, y neutralizada toda su capacidad generadora de nuevos entusiasmos colectivos. La particularidad del siglo XXI es esta: que la difusión de ideas revitalizadoras del sentido de la ciudadanía activa está absolutamente controlada por el mismo sistema que permite la difusión global de la información. Hay que olvidar el modelo ilustrado: de la edición de una nueva enciclopedia no va a derivarse, tarde o temprano, un movimiento ciudadano que reclame nuevas formas de participación política. Sólo quedan dos opciones, pero sin esperanza: o una tiranía, o una crisis económica capaces de despertar a los hombres de su confortable sueño.