Revista Opinión
Soy producto de la educación pública. Toda mi vida, mi formación intelectual, se la debo a los centros públicos de enseñanza. En la escuela, y después en el instituto, y finalmente en la Universidad, me topé con profesores de todos los colores, tamaños y formas. A algunos de ellos los conservo en un verdadero pedestal, y reconozco mi deuda con los que consiguieron aportarme valores y conocimientos que porto con celo en mi hato de cachivaches, ese que me sirve para andar por la vida. De otros, el recuerdo es menos bueno.
Pero de lo que no me cabe duda es de que la escuela pública fue, y lo sigue siendo, el mejor espacio para la interacción social. Sin cribas ni cortapisas: en la escuela pública me codeé con gentes de otras razas y extracciones, me sentí por primera vez humillado, pero también obtuve victorias: eróticas, intelectuales, sentimentales. Todos éramos iguales, pero todos hablábamos distintos lenguajes. Miento, no todos éramos iguales: en cierto modo, quienes, como yo, estudiábamos becados, formábamos parte de cierta casta de prestigio, porque todos eran conscientes de que mantener las becas implicaba no desfallecer en las calificaciones: los que ostentábamos una beca éramos más o menos pobres, pero sí bastante aplicados.
En la escuela aprendí que había peligros, gente de la que desconfiar, pero también buenos compañeros de travesía. Había compañeros bastante pobres, de aspecto poco higiénico. Con ellos solía llevarme bien, y casi siempre, además de pobres, eran poco estudiosos, por eso nunca entré en el club de los empollones. Siempre preferí estar en una posición intermedia del aula, porque estar muy atrás era no enterarse de nada y estar muy delante era señalarse.
Con la educación pública aprendí lo que significaba el esfuerzo. Y lo que es sentir que nadie te regala nada, que debes salir tú mismo de los baches, aprender a superarlos, porque los profesores que te evalúan y te dan caña no están pagados directamente por tus papis, ni el centro en el que te formas se desenvuelve con criterios empresariales. En la escuela pública, al contrario que en la privada, el alumno no es un cliente: es un ciudadano, y debe aprender a ser ciudadano puliendo y perfeccionando por sí mismo sus propias armas.
En la escuela privada (eso lo he comprobado ya en mi época de trabajador), eso sí, se hacen muchas más relaciones. Se establecen vínculos asociados no tanto a las vivencias personales como más bien a los apellidos: los Gómez-Espina salieron todos de tal colegio privado, los Palacio-Benavente de aquel otro. Y toda su estirpe nace con un puesto de trabajo reservado bajo el brazo, que llegará tarde o temprano. El apellido los lleva en volandas a través de la educación privada hacia el futuro. Al final acaban ocupando, casi siempre, puestos directivos, en alguna empresa de sus papis, o, en su defecto, en la empresa de un amigo de apellido reconocible en el colegio compartido. Son todos, lo reconozco, de una educación exquisita, muchos tienen una conversación interesante, pero les falla su tendencia al encasillamiento mental, y muchas veces su incapacidad para relacionarse entre los que no son de su condición social.
Suelen ser gentes que llegan lejos, pero yo no les envidio nada. Antes bien, reconozco que poseen enormes carencias, y que en líneas generales han tenido que luchar más bien poco por salir adelante. En este sentido, desde el punto de vista del esfuerzo, están poco desarrollados. Creo que lo mío, que lo nuestro, tiene mucho más valor, e implica si me apuras un mayor recorrido vital: más experiencias matizadas a través del contacto con gentes diferentes, más esfuerzos para seguir, más dificultades para despuntar.
Me reconozco hijo de una cultura de extracción más bien obrera, excluido desde la cuna de los grandes apellidos que, como Pérez Andújar planteaba para el caso de Barcelona, dirigen el rumbo de nuestro porvenir provinciano. Sé comportarme cuando estoy con ellos, y sé hasta donde puedo llegar. Todo lo que he conseguido lo he hecho sin ayuda de nadie, y a mí no hay quien me gane por lo ciudadano.
De eso va lo de la huelga de mañana: de hacer valer los principios ciudadanos, y la legitimidad de nuestro patrimonio ciudadano, que entre otras cosas se cimienta sobre el patrimonio de nuestra educación pública. Y que todos esos pijos con apellidos están intentando desmantelar, apelando a cuestiones de calado empresarial (eficiencia, rentabilidad, etc.) que deberían estar fuera de todo debate, porque siempre entendimos que la educación era un bien público, y uno de los espacios de los que debíamos sentirnos orgullosos en nuestro proyecto de ciudadanía compartida que es España (con o sin Cataluña: ellos verán).
Así que sí, señor Alfonso Alonso, portavoz del PP en el Congreso: mañana ejerceré, como usted dice, de abertzale, porque me manifestaré no llevando a los niños al cole y mostrando mi desacuerdo con la estrategia de desmantelamiento que están llevando a cabo para destruir esta educación pública. Una educación pública que no les pertenece, sino que es patrimonio de todos. Es una cuestión de obligación ciudadana.