No vengo a hacer más leña del árbol caído ni a añadir un nuevo certificado de defunción de Ciudadanos a los que ya han extendido todo tipo de articulistas y editorialistas. Solo me propongo reflexionar sobre los motivos por los que, un partido que pudo haber prestado grandes servicios a este país, se encuentra a las puertas de su desaparición.
Habrá quien piense que la situación terminal de Ciudadanos tiene mucho que ver con la polarización de la vida política española y seguramente tendrá algo de razón: el espacio para el centro político se ha estrechado de tal modo que muy a duras penas hay cabida en él para una fuerza política, por mucha falta que haga moderar el crispado debate. Sin embargo, en mi opinión, si el pequeño partido que nació hace quince años en Cataluña está como está, es mucho más por la inconsistencia política y la mala cabeza de sus principales dirigentes que por cualquier otra razón más o menos coyuntural o sobrevenida.
Un poco de historia "ciudadana"
Bien mirado, la monumental pifia murciana solo ha puesto de manifiesto que Ciudadanos ya había perdido el rumbo hacía tiempo y su supervivencia únicamente dependía del resultado que obtuviera del tacticismo cortoplacista: ya no había respeto a los principios fundacionales ni proyecto político que no fuera el de sobrevivir a costa de lo que fuera. Echar la vista atrás y ver en qué ha venido a parar este partido político es un sano ejercicio de memoria histórica que debería enseñarnos a ser más escépticos ante los profetas hueros, que buscan su paraíso particular haciéndonos creer que trabajan por el nuestro.
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Ciudadanos caló en un electorado que renegaba del PP y sus casos de corrupción y de un PSOE envuelto en disputas internas, que tampoco podía presumir de integridad ética y que ya no ilusionaba a un segmento importante de votantes. Tenía un campo político en donde desplegar su potencialidad como fuerza de centro y los electores se lo hicieron saber con claridad cuando, en las primeras elecciones generales de 2019 obtuvo 57 escaños, casi un 16% de los votos válidos emitidos e igualando prácticamente al PP. Pero también fue en ese momento cuando Albert Rivera demostró con la misma claridad que su liderazgo carecía de sentido de estado y que su juego se reducía a desplazar al PP como principal partido de la oposición de centro derecha.
A su alcance tenía el fallido Acuerdo para un Gobierno Reformista y de Progreso suscrito en 2016 con el PSOE pero prefirió cerrarse en banda a cualquier posibilidad que permitiera un gobierno con Pedro Sánchez, quien por su parte tampoco es que se desviviera por hacerse socio de Rivera. La historia contrafáctica no es historia pero siempre resulta interesante preguntarse qué hubiera pasado si Rivera hubiera aceptado reeditar el acuerdo con los socialistas. Con todas las reservas que un ejercicio teórico así requiere, es muy probable que la situación política en España hubiera discurrido por unos derroteros muy diferentes en los últimos dos años y hasta cabe pensar que hoy el clima sería algo más respirable de lo que es. Dejémoslo ahí.
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Lo cierto es que Rivera se enrocó y contribuyó de manera decisiva a la convocatoria de unas nuevas elecciones generales en las que de partido con posibilidades de gobernar pasó a ser fuerza residual en el Congreso, en donde se quedó con solo 10 escaños: una bofetada electoral de tales dimensiones pocas veces se había visto en la historia democrática española. A la debacle ayudó no poco la nefasta foto de Colón, a la que el desnortado líder acudió en contra del parecer de algunas de las voces más sensatas del partido y que también terminó pasándole factura electoral. No había duda alguna de que los electores habían castigado a conciencia la irresponsabilidad de un líder, que no tuvo más alternativa que dimitir como presidente del partido que había conducido literalmente del cielo al suelo político.
Arrimadas: a peor la mejoría
El liderazgo de Inés Arrimadas no ha sacado a Ciudadanos del pozo en el que lo dejó Rivera, sino que lo ha hundido un poco más como ha demostrado el churrigueresco episodio murciano. La política catalana ya llegó a la presidencia del partido lastrada por otra decisión que aún hoy merecería una explicación convincente, si es que la hay: su negativa a someterse a la investidura como presidenta de la Generalitat al haber encabezado la candidatura más votada en las elecciones autonómicas de 21 de diciembre de 2017.
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Pero más allá de esa circunstancia nada anecdótica, su liderazgo se ha caracterizado también por la inconsistencia política, un mal que parece crónico en este partido, en el que han abundado los eslóganes y el marketing de colorines y ha escaseado la sustancia y una línea política medianamente reconocible para los españoles. De pasar a disputarle el liderazgo de la derecha al PP, el Ciudadanos de Arrimadas lleva dos años convertido en un partido sin rumbo previsible que lo mismo respalda una prórroga del estado de alarma, llega a pactos autonómicos con el PP y Vox o rechaza los Presupuestos Generales del Estado.
Salta la sorpresa en Murcia
Aún así, más mal que bien iba sobreviviendo en un clima político cada día más irrespirable mientras intentaba huir de la polarización que, quien más y quien menos, desde Podemos a Vox pasando por el PSOE y el PP, han ido generando en estos meses de pandemia. Pero ha sido justo cuando lo que mejor podía haber hecho era evitar contaminarse de ese aire malsano, cuando ha dado un paso en falso que seguramente será el último y definitivo: aliarse al PSOE en Murcia y autocensurarse para hacerse con el gobierno autonómico del que formaba parte con el PP.
Las replicas políticas a aquella torpe decisión son de sobra conocidas: expulsión del Gobierno de Madrid con adelanto electoral incluido y desestabilización de Andalucía y Castilla - León. De añadidura, un rosario de renuncias, transfuguismo y dimisiones que evidencian la madera política de sus cargos públicos, quienes no dudan en abandonar el barco antes de que se hunda, y ponen en peligro la continuidad de los grupos del Congreso y el Senado y del mismo partido como tal.
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Coda y despedida
A esta debacle de Ciudadanos no es en absoluto ajeno el PSOE, al que las jugadas murciana y castellano - leonesa también le han salido rana. No obstante, para ello tampoco ha tenido reparo alguno en jugar a las estrategias de desestabilizar gobiernos autonómicos en medio de una pandemia: en otras palabras, en hacer lo mismo que le reprocha a quienes critican su gestión en el Gobierno central. A cambio, eso sí, elimina a un jugador moderado de la partida y extrema la polarización asimilando al PP con Vox y olvidando que gobierna con un partido populista tan tóxico como el que dice combatir.
No es una buena noticia para ningún sistema democrático que aspire a la estabilidad perder a un partido que contribuya a conseguirla desde una posición moderadora de los extremos. Menos lo es para la democracia de un país como España, en donde la tendencia a echarse al monte y darse de garrotazos por cualquier asunto parece marcada a sangre y fuego en nuestros genes históricos. Ciudadanos estaba llamado a desempeñar esa función moderadora pero, visto en retrospectiva, a lo mejor nunca fue ese el verdadero objetivo de sus dirigentes por más que lo predicasen todos los días. A lo peor solo ha sido otro experimento fallido de lo que nos vendieron como nueva política, pero que solo ha sido política vieja de la de toda la vida.