Revista Cine
Al principio el anciano me inspira ternura: está solo, absorto en el vacío, con la mirada perdida en un horizonte hueco y el pensamiento ahogado en el infinito. Me gustaría acercarme a su mesa y comer con él. Preguntarle cosas. Hacernos compañía. Que me cuente su vida. Que no se pierdan sus recuerdos para siempre, que no se lo lleve todo la muerte, que quede algo al menos en mí, un pequeño reducto que perdure. Cuando estoy solo en una ciudad lejana me gusta mucho hablar con la gente, sobre todo con los ancianos y los locos, quizá porque son los más predispuestos a la conversación con extraños.
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Llegué a Londres bastante deprimido y ahora estoy como nuevo. Ésa es mi verdadera deuda, ya perenne, con la ciudad. No sé, quizá todo se basa en el simple deseo de estar lejos, muy lejos. Ver la vida de uno, su rutina diaria, su condición irremediable de perdedor o fracasado, como una cárcel remota de la que ha conseguido escapar. No estar donde se supone que tienes que estar. Caminar durante horas sin sentido y observar los objetos, las calles, los edificios, las personas. Estar fuera: de tu vida y de ti. O el perseverante deseo de ser piel roja, que decía Kafka.
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Nadie puede traducir una ciudad, ni literal ni libremente, pero quien más podría acercarse no es el que la habita sino el que llega por primera vez, el que empieza a descubrirla, ya lo haga desde la nada o desde sus pobres esquemas preconcebidos. Por eso, en cierto modo, la va creando. Es decir, que traduciéndola se traduce a sí mismo.
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Las ciudades son novelas colectivas que van escribiéndose a medida que se van leyendo. Son ficciones incesantes, melodías fragmentadas, breviarios de incertidumbre. Son lugares a los que uno va a perderse para quizás, al cabo, encontrarse. Resúmenes del caos universal, promesas de locura y evasión, escenarios del asombro, del delirio, de la miseria. Funcional y simbólica, palpable y onírica, el alma de la ciudad es un collage de imágenes, memorias, deseos, encuentros, mercancías… Un paraíso del anonimato en el que se reúnen las masas solitarias. Un laberinto de rostros, gestos y palabras en los que la sorpresa acecha a cada paso.
La ciudad sentida, la ciudad soñada y la ciudad recordada se funden en una amalgama verosímil. Vemos lo que sentimos. Vivimos como soñamos. Somos lo que recordaremos. Nos habitan paisajes, metáforas, ruinas.
[Las ciudades que recorre Ernesto Baltar en este estupendo libro de viajes son: Roma, Londres, Madrid, Praga, Berlín, Nápoles, París, Copenhague, Viena, Salzburgo, Lisboa, Nueva York, Ámsterdam y Edimburgo, sin olvidar un fugaz paseo por Google Earth]