Revista Cultura y Ocio

Clarke, la inteligencia y las propiedades emergentes

Por Daniel Vicente Carrillo
La causa original y autoexistente de todas las cosas debe ser un ser inteligente. En esta proposición subyace el principal punto de disputa entre nosotros y los ateos. Pues el extremo de que algo debe ser autoexistente y que aquello que es autoexistente debe necesariamente ser eterno e infinito y la causa originante de todas las cosas, no conllevará mucha discusión. Pero todos los ateos, ya sea que sostengan que el mundo es en sí mismo eterno tanto en lo tocante a la materia como a la forma, ya que sólo la materia es necesaria y la forma contingente, o cualquier hipótesis que contemplen, siempre han afirmado y deben mantener, directa o indirectamente, que el ser autoexistente no es un ser dotado de inteligencia sino o bien pura materia inactiva, o, lo que en otras palabras viene a ser lo mismo, un mero agente necesario. Dado que un mero agente necesario debe en todo caso ser llana y directamente carente de inteligencia en el sentido más craso (la cual era la noción de ser autoexistente de los antiguos ateos), o bien su inteligencia (lo que constituye el aserto de Spinoza y algunos modernos) debe estar por completo separada de cualquier poder de decisión y elección, lo que en relación a cualquier excelencia y perfección, o de hecho a cualquier sentido común, es tanto como carecer absolutamente de inteligencia.
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Ya que en general se dan manifiestamente en las cosas varios tipos de facultades y muy distintas excelencias y grados de perfección, es necesario que en el orden de las causas y los efectos la causa sea siempre más excelente que el efecto. Y consecuentemente, el ser autoexistente, sea lo que sea, debe necesariamente (siendo el originante de todas las cosas) contener en sí la suma y más alto grado de todas las perfecciones de la totalidad de las cosas. No porque lo que es autoexistente debe por ello tener todas las perfecciones posibles (pues esto, aunque sea completamente verdadero, no es fácilmente demostrable "a priori"), sino porque es imposible que ningún efecto posea alguna perfección que no se encontrara en la causa. Puesto que, si la tuviera, entonces dicha perfección sería causada por nada, lo que es una contradicción obvia. Ahora bien, de un ser carente de inteligencia, como es evidente, no pueden predicarse todas las perfecciones de todas las cosas del mundo, porque la inteligencia es una de estas perfecciones. Todas las cosas, por tanto, no pueden surgir de una causa originante carente de inteligencia, y por ende el ser autoexistente debe forzosamente ser inteligente.
No hay ninguna posibilidad para el ateo de evitar la fuerza de este argumento excepto aseverando una de estas dos cosas: o bien que no existe en absoluto ningún ser inteligente en el universo, o bien que la inteligencia no es una perfección distinta, sino meramente una composición de figura y movimiento, como sucede con la concepción vulgar del color y el sonido. De la primera de estas aseveraciones la propia conciencia de todo hombre ofrece sobrada refutación. Pues quienes han argumentado que los animales son simples máquinas no han presumido nunca todavía que los hombres lo sean también. Y que la última aseveración, en la que reside la principal fuerza del ateísmo, es absurda e imposible se verá acto seguido.
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Ya que en los hombres en particular reside innegablemente el poder al que llamamos pensamiento, inteligencia, consciencia, percepción o conocimiento, debe necesariamente haber existido desde la eternidad, sin causa originante en absoluto, una sucesión infinita de hombres en la que ninguno tuviera un ser necesario, sino todos ellos uno dependiente y transmitido; o bien estos seres de los que se predica la percepción y la consciencia deben en algún momento u otro haber surgido de lo que carecía de las mencionadas cualidades, esto es, sentido, percepción o consciencia; o bien deben haber sido producidos por algún ser superior inteligente. Nunca hubo ni habrá ateo que pueda negar que sólo una de estas tres proposiciones debe ser verdadera. Si, por consiguiente, las dos anteriores pueden ser probadas falsas e imposibles, la última habrá de considerarse ser demostrablemente verdadera. Ahora bien, que la primera es imposible es evidente por lo ya dicho en la prueba del segundo capítulo general de este discurso. Y que el segundo es igualmente imposible se demostrará a continuación. Si la percepción o la inteligencia son una cualidad distinta o perfección y no un mero efecto o composición de la figura y el movimiento carentes de inteligencia, en ese caso la facultad de percibir o ser consciente no puede haber surgido puramente de lo que no tiene tal cualidad de percepción o consciencia, porque nada puede transmitir a otro ninguna perfección que no radique en sí mismo o al menos en un grado más alto. Pero la percepción o inteligencia son cualidades distintas o perfecciones, y no un mero efecto o composición de la figura y el movimiento carentes de inteligencia.
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Si alguien replicase (como el Sr. Gildon ha hecho en una carta al Sr. Blount) que los colores, sonidos, gustos, y cosas parecidas, surgen de la figura y el movimiento, que no tienen dichas cualidades en sí mismas, (...) la respuesta es muy sencilla. Pues, en primer lugar, los colores, sonidos, sabores, y cosas semejantes, no son de ningún modo efectos que surjan de la mera figura y movimiento (no habiendo nada en los cuerpos mismos, los objetos de los sentidos, que tenga algún rasgo o similitud respecto a alguna de dichas cualidades), sino que son simplemente pensamientos o modificaciones de la propia mente, que es un ser inteligente, y no son en sentido propio causadas mas sólo ocasionadas por las impresiones de la figura y el movimiento. (...) Y consecuentemente, por lo que afecta a la presente cuestión, llegaremos a la misma conclusión, que los colores, los sonidos y otras cosas parecidas, que no son cualidades de cuerpos carentes de inteligencia, sino percepciones de la mente, no pueden ser causadas por ni surgir de la mera figura o el mero movimiento carentes de inteligencia, o no más que el color puede devenir en un triángulo, o un sonido en un cuadrado, o algo ser causado por nada. (...) Y esto por esta sencilla razón, porque la inteligencia no es figura y la consciencia no es movimiento. Pues cualquier cosa que pueda surgir o ser compuesta de algo sigue siendo sólo aquellas mismas cosas de las que estuvo compuesta. Y si se hicieran infinitas composiciones o divisiones eternamente, las cosas seguirían siendo eternamente las mismas, y todos sus posibles efectos jamás serían otra cosa más que repeticiones de lo mismo. Por ejemplo, todos los posibles cambios, composiciones o divisiones de figura no son más que figuras, y todas las posibles composiciones o efectos del movimiento no son más que movimiento. Si, por tanto, hubo alguna vez un tiempo en el que no había nada en el universo excepto materia y movimiento, nunca pudo haber existido nada más en él que materia y movimiento. Y tan imposible habría sido que hubiese existido jamás una cosa tal como la inteligencia o la consciencia, o incluso cosas tales como la luz, o el calor, o el sonido, o el color, o cualquiera de las que llamamos cualidades secundarias de la materia, como es imposible que el movimiento sea azul o rojo, o que un triángulo se transforme en un sonido.
Lo que ha sido capaz de engañar a los hombres en este asunto es esto, que imaginan los compuestos ser algo de alguna manera en verdad diferente de aquello de lo que están compuestos, lo que es un enorme error. Pues todas las cosas de las que así juzgan los hombres, o bien, si son realmente diferentes, no son compuestos ni efectos de lo que los hombres los juzgan ser, sino algo completamente distinto, como cuando el vulgo cree que los colores y los sonidos son cualidades inherentes a los cuerpos cuando de hecho son puramente pensamientos de la mente; o bien, si realmente son compuestos y efectos, entonces no son diferentes sino exactamente lo mismo que siempre fueron (como cuando dos triángulos unidos forman un cuadrado, dicho cuadrado no es más que dos triángulos; o cuando un cuadrado es cortado en dos mitades y forma dos triángulos, estos dos triángulos siguen siendo las dos mitades de un cuadrado; o cuando la mezcla del polvo azul y el amarillo produce el verde, este verde no es más que el azul y el amarillo entremezclados, como puede verse claramente con la ayuda de los microscopios). Y, en breve, todo lo que es por composición, división o movimiento no es nada más que exactamente lo mismo que lo que era antes, ya se tome en su totalidad o en cualquiera de sus partes, o en un sitio u orden distintos. Aquel, pues, que afirme que la inteligencia es el efecto de un sistema de materia en movimiento carente de inteligencia debe o bien sostener que la inteligencia es un mero nombre o denominación externa de ciertas figuras y movimientos, y que difiere de las figuras y movimientos carentes de inteligencia no de otra manera que el círculo o el triángulo difieren del cuadrado (lo que es evidentemente absurdo); o bien debe suponer que ésta es una cualidad real y distinta que surge de determinados movimientos de un sistema de materia que en sí misma no es inteligente, de lo que se sigue una no menos evidentemente absurda consecuencia, a saber, que una cualidad proceda de otra.

Samuel Clarke

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