Revista Libros
Claude Bragdon.La fuente helada.Traducción de Carlos Jiménez Arribas.Atalanta. Gerona, 2024.
“En cuanto se concibe la idea de que la vida es una fuente, ¡vemos fuentes por todas partes! El sol mismo, las aguas evaporadas y la lluvia en su descenso, el olmo, el sauce, el corazón, el falo y la glándula mamaria. Pero qué tendrá eso que ver con la arquitectura, se preguntará el lector. ¡Todo! Porque si la vida es de hecho una fuente en su pugnaz ascenso, y la naturaleza una simbolización de esa pugna, también ha de serlo una obra arquitectónica: una presentación, como belleza ponderable, del ajuste recíproco entre fuerzas contradictorias. Lo que ocurre en una fuente y en cada una de sus gotas, ocurre también en un edificio y en todas sus partes, allí donde el énfasis y la presión, la compresión y la tensión, el empuje y lo que lo contrarresta operan incesantemente”, escribe el arquitecto norteamericano Claude Bragdon (1866-1946) en La fuente helada, un tratado de arquitectura y diseño que publicó en 1932 y que recupera Atalanta con traducción de Carlos Jiménez Arribas en un espectacular volumen con ilustraciones como estas:
Creatividad y reflexión, arte y técnica, geometría y filosofía, urbanismo y matemática, dibujo y arquitectura conviven en un estudio generosamente ilustrado que contiene reflexiones como estas:
La arquitectura es el arte del edificio significativo, porque es siempre e inevitablemente la escritura en el espacio del alma de un pueblo o de una época.
Una obra de arte ha de representar no sólo un aspecto del mundo, sino el orden de ese mismo mundo: debería remitir a lo abstracto y lo genérico por medio de lo particular y concreto.
Lo que da entidad a una obra de arte es la manifestación de lo universal a través de lo particular.
Los nueve capítulos de La fuente helada proponen una peregrinación hacia las cuatro piedras angulares del templo de la arquitectura: significativa, dramática, orgánica y estética. Un trayecto histórico y conceptual para el que inventa como protagonista a Simbad, que “es sinónimo de ciudadano de a pie, y eso es lo que yo tenía en mente: al lector, al autor, a fulanito de tal; sin rodeos, al artista.”
Ese viajero por el tiempo y el espacio contempla desde una azotea de la megalópolis la ciudad de las fuentes heladas (los rascacielos): “Un edificio como una fuente, ¡qué punto de vista más esclarecedor! Para verlo todo con este prisma basta con mirar por la ventana esas hectáreas empinadas de acero, ladrillo y hormigón que tapan el río, ralentizan la salida del sol, hacen sombra a las calles y empequeñecen el cielo. El capitel acabado en punta de aguja de la torre Chrysler atrapa la luz del sol como el chorro más alto de una fuente que ya cae.”
Viaja por la historia hasta los rascacielos medievales que eran las catedrales para comprobar la inversión de la relación entre lo sagrado y lo profano que se produce en el mundo contemporáneo y analiza los factores físicos, estéticos y sociales que han contribuido a dar forma al rascacielos, entre lo pintoresco y lo utilitario.
Establece la simetría dinámica de las líneas reguladoras de diversas figuras geométricas elementales como el círculo, el triángulo equilátero y el cuadrado, que son también las líneas reguladoras en la arquitectura del cuerpo humano o de una hoja de arce. Defiende de esa manera una arquitectura orgánica que siga los modelos y arquetipos de la naturaleza, asciende las escaleras de la perspectiva isométrica y el punto de fuga.
Y con la seguridad de que la geometría y el número, que contiene el sentido interior de todas las cosas, están en la raíz secreta de la belleza formal, llega al valle de los diamantes de la geometría y explora las proyecciones espaciales de los cinco sólidos platónicos (tetraedro, hexaedro, octaedro, dodecaedro e icosaedro), “los dados de los dioses”.
Desde esta ventana abierta al mundo de lo maravilloso, al jardín geométrico y al patio de las líneas mágicas, Bragdon reivindica la necesidad de un nuevo lenguaje de la forma y analiza el potencial ornamental de las líneas mágicas en los cuadrados mágicos y los métodos de elaboración de los “acrósticos numéricos”, como el que aparece en un lugar destacado en el primer grabado que Durero dedicó a la Melancolía.
Se exploran así las posibilidades creativas de la geometría tetradimensional, en la que se proyectan sobre el plano las claves numéricas de la ornamentación y de las formas arquitectónicas para culminar en un último capítulo sobre la observación y el estudio del color y la luz, porque “ningún libro que se plantee como objetivo abordar los elementos del diseño decorativo aplicados en concreto a la arquitectura, como es el caso de este libro, podrá omitir un estudio del color, ya que la policromía cada vez está más presente en el ámbito de la arquitectura.”
Estos dos párrafos podrían resumir el sentido de las reflexiones creativas de La fuente helada, la constante vinculación entre arte y arquitectura, entre ciencia y filosofía, entre número y belleza que impulsa sus páginas:
Que el arquitecto se diga entonces a sí mismo: levantaré recintos para el abrigo y el trasiego de los seres humanos, pero crearé también fuentes heladas, con el vigor de los géiseres y la placidez de las aguas en reposo al atardecer.
La música es una fuente de resonancia que brota en el tiempo del agua quieta del silencio. Y, dado que todas las artes aspiran a alcanzar la condición de música, la arquitectura se acerca en su mayor medida a ese logro cuando apunta a la invasión del espacio por parte de una fuerza de empuje ascendente: una fuente helada.
Santos Domínguez