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Clavícula - Marta Sanz

Publicado el 18 diciembre 2017 por Rusta @RustaDevoradora

Clavícula - Marta Sanz

Tengo cuarenta y ocho años. No. En realidad, tengo cuarenta y siete. Hace dos años que no tengo la menstruación. Soy una mujer de éxito llena de tristeza. Temo que se mueran mis padres. Mi marido está en el paro. Trabajo sin cesar. No quiero quedarme sola. He tenido mucha suerte. Me han querido tanto. No sé ganar. Ni perder. Me da pánico no disponer de tiempo suficiente para disfrutar de tanta felicidad y tantos privilegios.

Este año he leído dos novelas que exploran la relación entre el cuerpo y las fuerzas de producción. Cómo las segundas inciden en el primero, cómo lo modifican, cómo lo dañan. Uno de esos libros es La vegetariana, de Han Kang, que aborda el tema en clave simbólica. El otro, Clavícula (2017), de Marta Sanz (Madrid, 1967), lo hace como confesión autobiográfica, tan real, tan lejos de los parámetros de la narrativa, que cuesta considerarlo una "novela". Y podría añadir un tercero:Buena alumna, de Paula Porroni, que no utiliza el cuerpo como motivo principal, pero, de manera indirecta, deja entrever cómo el malestar de la protagonista se manifiesta en el machaque continuo de este. Tres propuestas, en cualquier caso, que plantean la noción de corporeidad de una forma poco habitual en literatura, inseparable de la sociedad del capitalismo tardío. En el caso de Marta Sanz, esa sociedad es la España actual, con su crisis, su precariedad y todo el desasosiego que se desprende de ello.

La autora, que ya había hecho un ejercicio de autoficción en su aclamada La lección de anatomía (2008), subtitula su último libro "Mi clavícula y otros inmensos desajustes". El dolor repentino en la clavícula, para el que no encuentra causa ni remedio, es el hilo del que tira para expresar todas sus inquietudes. Fragmentadas, sin voluntad de conformar un relato único. Como un desahogo (un desahogo en manos de una escritora curtida, con el estilo y la inteligencia que se le presuponen). Es, en primer lugar, un texto escrito desde una identidad muy concreta: una mujer de cuarenta y siete años, casada, con su marido en paro, sin hijos, cultivada, respetada en su profesión, menopáusica. Una mujer que, pese a haber logrado cierta reputación, tiene que seguir trabajando incansable para asegurarse una senectud digna. No le faltan las inseguridades, unas inseguridades distintas a las que tenía en su juventud. Padece las transformaciones de su cuerpo, de su deseo, aparece un dolor del que nadie sabe dictaminar el origen. Se obsesiona con las pruebas médicas.

Se trata de una voz poco representada en la literatura. No con esta naturaleza testimonial, al menos, tan íntima, descarnada hasta lo impúdico. Las confesiones de una escritora de mediana edad, que ya no está en su época de esplendor físico, que descubre nuevos miedos, que se queja. Que se permite quejarse. Este detalle es importante: ella reconoce que "Hace años hubiese abofeteado a una mujer como yo. "Basta de tonterías, no seas ridícula." Pero hoy soy una flor" (p. 147). La educación reprime las quejas, nos inculca la necesidad de aguantar con estoicismo, nos hace ver las lamentaciones ajenas como indiscreciones, actos de exhibicionismo desatado y sin duda censurable. Aquí, la narradora rompe con todo ello. Vomita: "cada vez con más frecuencia, digo lo que no debo decir. La mujer templada que fui se descontrola y deja salir el borbotón de su rabia" (p. 137). Y esa es una de las razones que lo convierten en un libro importante, que no perfecto. No busca la excelencia técnica de una novela, sino que sobresale por introducir un asunto muy poco tratado, y por introducirlo con contundencia y estilo. Para empezar, pone de relieve la inquietud de desconocer cómo afectan ciertas patologías a las mujeres menopáusicas, esos cambios en el cuerpo que no podía prever porque no sabía hasta qué punto la iban a afectar (queda tanto por investigar...).

Como decía, no se centra tanto en el trastorno como en su vínculo con el plano material. Es una escritora reconocida, no le van mal las cosas; no obstante, sufre la precariedad de la trabajadora autónoma y su marido está en paro de larga duración en una edad complicada. Desgrana sus ingresos, la multiplicidad de encargos en los que reparte las horas (otro tabú desmontado: hablar de dinero) y, a propósito, analiza (con acierto, a mi parecer) cómo estas circunstancias influyen en la escritura: "Se multiplican los trabajos y, como en el estilo, se funden el fondo y la forma [...]. La precariedad se expresa con la fractura y la brevedad sintáctica y, mientras tanto, se acumulan, se enumeran, se amontonan las palabras porque hay que sumar cien acciones para conseguir un solo fin. Todo está siempre en el aire" (p. 68). MencionaLa trabajadora, de Elvira Navarro, con la que, en efecto, tiene aspectos en común. Otra obsesión (obsesión porque lo repite más de una vez) de la autora es el sentimiento de culpa ("Mi dolor me lleva a experimentar una gran culpa. Mi dolor es un fallo que no puedo permitirme. La prueba irrefutable de una inteligencia débil", p. 57). Por rechazar un encargo (el miedo de no recibir más), por haber perdido el tiempo en lugar de trabajar, de trabajar más. El cuerpo canaliza esa ansiedad, esos nervios. Lo que no quita que por fuera, frente a los demás, se muestre encantadora. Esa capacidad de ponernos máscaras: "Me asombra el optimismo en los mensajes reales de mi vida. Tengo un lado claro que me preocupa. O puede que, a ratos y sólo a ratos, de verdad desee que todos los demás sean felices" (p. 127).

Hay aún más en estas páginas; la autora condensa confesiones, reflexiones y experiencias en pocas líneas, va de la familia al trabajo, del médico a las redes sociales, de la sociedad a la literatura. Me impresionó la sinceridad con que revela la desazón por el envejecimiento de sus padres, la dificultad para aceptar lo inevitable: "La nueva fragilidad de mis padres me cala los huesos. Se transforma en mi propia debilidad. Detesto la naturaleza y lo inexorable. No sé vivir" (p. 42). La transparencia se nota asimismo en la relación médico-paciente: narra las visitas sin tapujos, la incomodidad de ser el sujeto pasivo en manos del personal sanitario; un libro como este solo tiene sentido si se lleva a cabo con esta honestidad brutal. Es un poco diferente a la autoficción de Annie Ernaux, que revisita su pasado a posteriori como si hiciera una radiografía. Marta Sanz escribe sobre lo que vive en esos momentos, directa y sin filtros, como si lo hubiera escrito sobre la marcha, sin planificación, casi como un diario. Y sin normas; se permite experimentar y jugar con la metaliteratura (incluye un relato que publicó, dentro de la narración, además de correos que intercambió durante un viaje).

Al leer Clavícula he recordado un artículo (no guardo el enlace; lo siento) que postulaba que la sobreinformación puede perjudicar nuestra salud. Leemos, escuchamos y vemos noticias de desgracias, enfermedades y proyecciones fatalistas de manera constante. No nos resultan indiferentes, sino que tanta negrura en los medios de comunicación genera angustia. Hay teorías que sugieren que buena parte de los trastornos mentales de nuestra época tienen mucho que ver con esta tendencia, con el hecho de estar permanentemente conectado a fuentes que te recuerdan todo lo que debes hacer, todo lo malo que te puede ocurrir. Marta Sanz va en esta línea: adoptar hábitos enfermizos por mantenerse sana, la presión sobre el cuerpo, sentirse culpable cuando no los cumple ("Enfermo del miedo a enfermar y del miedo a no poder enfermar. A que se hunda el mundo. A que la enfermedad se relacione con la imposibilidad de pagar las facturas", p. 54) Las redes suscitan la ineludible reflexión acerca del exhibicionismo y la vigilancia. Herramientas para controlarnos en un medio que a menudo muestra nuestra imagen más patética, la del individuo que ansía que le hagan caso. Pero ¿quién atiende al otro? En algunos fragmentos, la autora se queja de la cursilería imperante en determinados mensajes publicitarios y la escasa comprensión entre las personas. Somos seres capaces de llorar por un gatito que sin embargo destruyen a un humano sin piedad.

En relación con esto, escribe una frase demoledora: "No tolero mostrar debilidades en público porque el público es siempre un enemigo" (p. 64). Tiene más valor si cabe por proceder de una escritora con cierto éxito, admirada, querida. Incluso ella percibe esta hostilidad. Es una observación aplicable a muchos contextos, pero resulta inevitable pensar en las redes sociales, en la cantidad de barbaridades por minuto que se profieren con indiferencia, la facilidad para machacar a quien quiera que no caiga simpático, para malinterpretar palabras, para juzgar, para destrozar vidas. Para una autora, el público constituye una parte fundamental de su trabajo; sin lectores, sería más difícil, no ya escribir, sino publicar. Una escritora, una artista, a diferencia de cualquier otro profesional, no solo se enfrenta a las objeciones de su superior; la crítica del receptor completa el ciclo de una novela. Y en ocasiones puede ser muy destructiva. Recuerdo un consejo de Zadie Smith para escribir: "Trata de leer tu libro como lo haría un extraño, o mejor aún, un enemigo". Marta Sanz debió de saltárselo cuando decidió publicar Clavícula; los defensores del pudor le habrían quitado las ganas de hacerlo.

, en fin, es un texto muy personal que en última instancia consigue el fin de toda obra literaria: convertir la experiencia íntima en una creación que transciende, que atañe, no me gusta usar la palabra "universal", pero sí a mucha gente, a sus coetáneos. No solo a las mujeres, por mucho que la perspectiva de género esté ahí. En realidad, el hecho de colocar su cuerpo y sus dolencias a la vista, de abrirse, nos habla del mundo que nos rodea, de nuestra sociedad. El cuerpo como un mapa que los agentes externos han rasgado, el cuerpo como una enciclopedia sobre nosotros mismos y nuestro entorno más próximo. La precariedad interminable, el miedo, el neoliberalismo, la incertidumbre. La falta de solidez en todos los ámbitos como rasgo distintivo de nuestros tiempos. Clavícula me parece un libro importante en el panorama literario nacional por lo que tiene de rupturista e incómodo. Y de pertinente, porque hacía falta dar voz a este conflicto. Probablemente no será la obra mejor valorada de Marta Sanz, pero produce una honda impresión en el lector, remueve más que publicaciones muy ambiciosas. Se quedará conmigo.


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