Existe un efecto entre óptico y psicológico que hace que las cosas se perciban diferentes cuando se observan desde una posición de poder. Algo así es lo que les debe suceder a todos aquellos políticos que lo han alcanzado. Porque, a las pocas semanas de ostentar la jefatura del Gobierno, ninguno recuerda ya sus promesas electorales.
Para aspirar a gobernar se gastan ingentes cantidades de dinero en sus campañas electorales. En ellas abundan compromisos grandilocuentes, promesas sin complejos de todo tipo, juramentos solemnes de grandes y beneficiosas transformaciones. Como que la corrupción desaparecerá, que el desempleo será testimonial o que la pobreza y las desigualdades serán historia.
Pero, una vez conseguido el objetivo, los políticos, con demasiada rapidez, pierden ese entusiasmo transformador. Comienzan entonces las maniobras para que esas promesas electorales sean olvidadas, y las buenas intenciones iniciales dan ahora paso a un indignante agrado con el statu quo.
De ahí que la opinión que el pueblo tiene del político atienda más a toda clase de intereses menos al interés general. Y es que hay una carencia de controles que degrada la calidad institucional, por lo que los intereses creados siguen deteriorando la democracia.
Si los controles no funcionan, es cuestión de tiempo que el ciudadano pierda capacidad de representación. Lo que hará que la democracia degenere en una “partidocracia”. Donde los partidos, lejos de ser esas organizaciones en que la ciudadanía está representada, ya no representan los intereses de los electores, sino los suyos propios.
En el fondo, y más allá de la efectista política de gestos, solo existe una parálisis insidiosa. Nada cambia, y si lo hace es para peor. Los problemas se agravan y, es más, se generan otros nuevos.
Entonces, ¿en qué consiste realmente la voluntad de poder? Según Nietzsche, en la autorrealización del sujeto mediante la afirmación de los propios deseos. Es decir, no solo se trata de afirmar su vida, sino de hacerla plena.
Quizás esto no es más que un efecto lógico en el ser humano y los políticos actúan movidos por las mismas pulsiones que el resto de nosotros. Solamente que en su entorno las cosas se exacerban. Pues el ecosistema en el que se desenvuelve el gobernante todo tiende a acumular infinidad de intereses particulares con sus respectivas presiones. Habría que ver qué haríamos cualquiera de nosotros en esa tesitura. A lo peor lo mismo.
Aún así, a pesar de sus promesas incumplidas, sus constantes rectificaciones, sus errores desmedidos, o hasta su incompetencia manifiesta, estoy seguro que alguno de ellos se persuade a sí mismo de que, de todos, él es el más necesario. Incluso, cuanto más demuestren los hechos que debe dimitir o darse la espantada de la vida pública. Lo hemos visto en Aznar, González o Zapatero. Y me temo que Sánchez pasará a engrosar también esta cifra de egocéntricos innecesarios. Porque esta dinámica, en la que prevalece la idea de ser necesario frente a la incapacidad para gobernar, es lo que termina convirtiendo el poder en un fin en sí mismo.
La lucha entre los intereses particulares y el interés general no es algo nuevo. Pero, si es verdad que, a lo largo del tiempo se han ido produciendo ciertos cambios que han contribuido a que esta dinámica desborde el control democrático. La partidización de la democracia degenera pues en la compra de voluntades y el intercambio de favores; clientelismo político