Todavía existen algunos enclaves donde el tiempo y el espacio quedan suspendidos y sus diferentes capas conviven en armonía. Hay algo de magia en lo que se proyecta con amor y también algo misterioso que transciende.
Conozco uno de esos lugares y cualquiera lo puede visitar. Es un oasis en mitad de la gran ciudad que tiene la apariencia de una casa con jardín de principios del siglo XX.
Jardín de la casa.
Nunca fue reconocido como jardinero. Pero un corto paseo por allí te traslada al Generalife con su estanque rodeado por el seto de boj, a Medina Azahara al admirar los capiteles que coronan dos columnas y a los Reales Alcázares de Sevilla al escuchar el rumor de la fuente andalusí. Un solo lugar puede contener otros muchos, despertar tu curiosidad asomándote a los cristales de cien años de antigüedad que protegen la rotonda del salón y llevarte hasta la Fuente de las Confidencias. Confidencias inesperadas que suceden sin más.
Fuente de las Confidencias.
Yo había llegado con el propósito de visitar la casa y la primera sorpresa me la llevé al acceder por el espléndido jardín. Pero cuando comencé a recorrer el hogar del cuidadoso artista, me tropecé con el retrato de su mujer. Fui buscándolo a él y me encontré con ella. Por supuesto que conocía a Clotilde, pero siempre la había visto a través de los ojos de su marido.
Libros.
Lo más asombroso era la luz, la luz que desprendían las decenas de pinturas que adornaban las paredes y que eran un trocito de su añorado Mediterráneo metido entre cuatro paredes. No todo el mundo sería capaz de verla en un espacio cerrado, ni de sentir la misma brisa que sacudía las telas blancas y que olía a mar.
Y, de repente, las cartas que habían dejado ante los ojos indiscretos de quien quisiera leerlas. Dudé un momento. Entrar en el hogar de una familia siempre era acceder a su intimidad, pero leer su correspondencia suponía colarse en sus secretos pensamientos. Me acerqué despacio. ¿Tenía derecho a conocer sus confidencias? Me quedé de pie, mirando la caligrafía y, sin pretenderlo siquiera, pase de observar el papel, la tinta y los trazos a leer las frases.
«Mi queridísimo Joaquín. No dudo ni me sorprende me digas que te hago falta, pues juzgo por mí y a mí me haces pero mucha; hoy hace sólo 8 días que te fuiste y a mí se me han hecho interminables (...) Muchos besos de tu feísima Clotilde.» Carta de Clotilde a Joaquín. Madrid, 8 de febrero 1908.
Clotilde conoció al amor de su vida cuando ambos eran dos adolescentes. Pero el trabajo lo llevó a tener que separarse de ella durante largas temporadas y entonces las cartas eran su nexo de unión. Él esperaba la misiva diaria de su mujer teniendo ya preparada la suya para entregarla al cartero. Le contaba cosas cotidianas y le hablaba de forma muy cariñosa. Ella se juzgaba duramente y se despedía como «tu fea». Durante las ausencias llegaron a escribirse 2000 cartas que guardaron cuidadosamente.
Era una mujer inteligente, con carácter, con tesón, elegante, amable y detallista. La persona que organizaba todo, llevaba las cuentas y se ocupaba de que nada le faltara a su marido aunque estuviera lejos. Para Joaquín ella lo era todo: su esposa, su amante, su amiga, la madre de sus hijos y su musa. Se sentía pesimista lejos de ella. Se amaron durante toda la vida.
«Cuan feliz sería si estuvieras conmigo... Ando cojo, me falta tu sereno juicio y tus apasionados besos, Dios querrá algún día que estas excursiones artísticas las hagamos siempre juntos». Carta de Joaquín a Clotilde, 6 de febrero de 1908.
Clotilde también le hablaba de cosas cotidianas y le contaba cómo estaba el jardín, especialmente el rosal amarillo que Joaquín había plantado y que ella cuidaba con mimo.
Levanté los ojos y miré el retrato de aquella gran mujer. Casi podía sentir su presencia.
—Dicen que la han visto, que sigue en esta casa— me susurró otra persona que también estaba observando el cuadro.
Clotilde en la playa. 1904
«Como tú, recuerdo casi con sentimiento el que nuestra vida no sea la que hace mucho tiempo, como era antes, en que siempre estaba contigo en el estudio, te servía de modelo, y luego hacíamos nuestros paseos, antes de cenar, comiendo castañas o quisquillas, y que realmente pocas horas estábamos separados; pero que se va a hacer, los tiempos cambian, los hijos crecen y las obligaciones son otras y aunque nuestros corazones sigan tan jóvenes o más que entonces, las circunstancias son otras y la vida no puede ser la misma; puede que con el tiempo cuando seamos viejos, podamos hacer algo de aquella vida.» Carta de Clotilde a Joaquín, Madrid, 23 de febrero 1908
Salí al hermoso jardín y paseé de nuevo entre la vegetación. La pérgola de estilo italiano se recortaba entre el verdor. Clotilde y su familia habían pasado tantas tardes sentados allí charlando que yo también tomé una de las sillas de forja y traté de escuchar el eco de otro tiempo acariciando el presente. Era un paso más después de haber leído sus cartas. Esperé mientras buscaba con la mirada, escudriñando todas las plantas. Esperé pero nada pasó y busqué algo que echaba de menos…
Joaquín y Clotilde.
—Vamos a cerrar—me indicó el guarda.
—¿Dónde está el rosal amarillo del que Clotilde hablaba en tantas de sus cartas? No lo veo
—Ninguno de los actuales trabajadores lo conocimos—murmuró—. Dicen que cuando Sorolla murió el rosal enfermó. Y Cuando falleció Clotilde, el rosal se marchitó. Eso fue en 1929.
Lo miré impresionada y asentí. No podía ser de otra manera.
Rosal amarillo. Joaquín Sorolla.