Revista Literatura
¿Has olvidado un libro en una habitación de hotel, en una sala de espera, sobre la arena de la playa, o en el asiento del tren? ¿Sí? Tal vez ya pertenezca a este club. Unos días atrás, mientras almorzaba, una noticia del informativo me sorprendió profundamente: son tantos los libros que se olvidan los clientes en su habitación de hotel que hasta se establece un ranking, que este año ha encabezado la celebérrima 50 sombras de Grey. Me sorprendí doblemente, por el posible destino de esos libros olvidados y por el título que ocupaba el primer lugar (tal vez sus dueños o dueñas ya lo habían aprendido todo y no necesitan “repasar” en casa, quién sabe). Instalado en la duda, atónito, puede que algo angustiado por todos esos libros olvidados, pasé buena parte de la horas siguientes tratando de buscar una explicación a estos abandonos. No podía entender que alguien fuera desprendiéndose así de una parte fundamental de su vida. Los libros no son sólo nuestros compañeros, forman parte de nosotros, nos definen, nos retratan. En este sentido, he de reconocer que me puede la curiosidad y que cada vez que visito una casa ajena lo primero que hago es pasear visualmente por la biblioteca que cobija. Y así he podido suponer/imaginar personalidades, inquietudes, preferencias, pasiones, debilidades, con tan sólo leer los lomos de los libros apilados. Es un ejercicio que me apasiona, y que trato de repetir siempre que se me presenta la ocasión, con disimulo y respeto, sin cuestionar, con prudencia. Alguna vez se me ha escapado una sonrisa, claro, pero nunca ha sido maliciosa, una sonrisa cómplice conmigo mismo, un “lo sabía” porque mis sospechas eran fundadas y estaba en lo cierto. También me sorprendo de cuando en cuando, claro, aún recuerdo la biblioteca de aquel amante de los automóviles tuneados, las camisas de dragones y las retransmisiones nocturnas de lucha que exhibía en sus anaqueles Rojo y negro de Stendhal, Ilusiones perdidas de Balzac y La fiesta del chivo de Vargas Llosa. De la misma manera que me sorprendió la biblioteca de aquel poeta de postín que coleccionaba la historia de los Madelman, todos los libros regalados por los suplementos dominicales y que trataba de esconder, en una esquina, buena parte de las obras de Vázquez-Figueroa. Los heredé de mi padre, me dijo.Esa misma tarde, tras varias horas de búsqueda, de saltar de un enlace a otro, esquivando pornografía, casas de apuestas y aseguradoras varias, por fin descubrí la existencia de El Club de Libros Olvidados. Una web con aspecto añejo, primitiva en su concepción y formato, que parecía ser el registro... seguir leyendo en El Día de Córdoba