Por Patricio Sanchez-Jauregui
Webster Hall, una de las salas más icónicas de la ciudad que nunca duerme y de más de un siglo de antigüedad, estaba a punto de abrir la caja de los sueños oscuros, el torrente por el que desfilarían los perfectos demonios, la comitiva de Yoann Lemoine, la comitiva del chico de madera.
Woodkid se encaro encorbado al publico y pidiendo sus manos al cielo, grito:
¡Todas las chicas de la sala! las cuales respondieron entre alaridos y brazos levantados.
¡y todos los chicos…! Que hicimos lo propio, a lo cual él nos respondió con un apagado “Os quiero”.
Es difícil encariñarse de un cantante que apenas levanta palmo del suelo y baila imitando a un marsupial, rodeado de hombres altos, fornidos y bien vestidos que contrastan con su atuendo mas propio del hip hop. Pero lo cierto y verdad es que Yoann Lemoine puede prescindir del amor. Siempre contará con nuestra envidia o admiración. Su vida y obras son las de un niño prodigio que ha ido construyendo poco a poco, desde la publicidad a la música pasando por las artes manuales, el perfil de un hombre único. Un hombre único que se presentaba así, encorvado, medio zarandeándose, frente a la turba, como un chaman. No obstante, aquel despliegue, entre luces y sombras, no era más que los pilares de una orquesta que nos transportaba a través de pasillos y espacios geométricos tallados en piedra. Una estética que él mismo utilizó para videoclips de otros artistas como Lana del Rey, si bien esta vez todo era suyo, más recogido, un vehículo en blanco y negro, con destellos y contraluces, con percusiones que llamaban a lo oscuro que llevamos dentro.
A estas alturas de la película es difícil no conocer a Woodkid. Su primer single, Iron, se hizo por justicia famoso y el videoclip fue fruto de buzz, imitaciones y parodias. Aun vendría el servir de canción promocional para el trailer del esperado Assassins Creed Revelations y vuelta a empezar. Y digo vuelta a empezar por que muchos, incluido un servidor, hicimos el proceso a la inversa. Una vergüenza. Mea culpa.
El concierto fue un alarido de clasicismo barroco, un reflejo de una personalidad rica, polivalente. Descubrí en sus misticismos y armonías oscuras un debate gótico y sincopado sobre la lucha del alma y, entre zarandeo y zarandeo, el culto a una religión propia. Y de todo me quedo con brooklyn, que tenia poco que ver con todo, pero ahí estaba. Y es normal. Desde brooklyn uno disfruta Manhattan. Desde brooklyn uno puede apartarse y contemplar el maremágnum de la urbe, la isla de montañas de reflejos de cielo enmarcados en plata. Desde aquella canción pude ver todo lo que había hecho y respirar con calma. Gracias Woodkid, casi me engañas.