Posiblemente a usted, o a algún allegado, les han ofrecido cocaína. Y usted, aunque quizás no lo sepa, conoce a personas que la consumen.
Son culpables de la sangre de muchos muertos. De la existencia narcotraficantes que se acribillan entre ellos, pero que muchas veces cazan a inocentes transeúntes en sus balaceras.
Cuenta un cronista que desde las 16.05 a las 18.10 del día 14, jueves, 12 personas fueron asesinadas por narcotraficantes en Monterrey, México, uno de los países de América con mayor corrupción policial, judicial y política.
En Tamaulipas, el Estado donde los criminales tienen mayor poder, se encontraron días atrás días 145 cadáveres en 12 fosas comunes. Los narcos habían asesinado el verano pasado cerca del mismo lugar a 72 inmigrantes centroamericanos.
En los últimos cinco años en México hubo 35.000 asesinatos, sobre todo, en luchas entre bandas, actualmente las más sanguinarias del mundo.
México es como Colombia hace unos años, cuando se mataban entre narcos, la narcoguerrilla de las FARC, y sus rivales paramilitares, con la complicidad de una corrupción que comenzó a remitir lentamente con el anterior presidente, Álvaro Uribe.
En Mexico acaban de matarle un hijo al poeta Javier Sicilia porque, estando con siete amigos de ambos sexos, reprendió verbalmente a unos sicarios que molestaban a una chica del grupo. Los narcos asesinaron a todos esos “odiosos jóvenes burgueses”.
Hay quien se irrita, como Arcadi Espada, porque los poetas proclaman, como el mismo Sicilia, que “Estamos destruyendo lo mejor de nuestra gente, de nuestros muchachos”. Él protesta: “¿Estamos? ¿Quiénes?”.
Pues algo hay. Porque esos consumidores que conocemos son parte de esa máquina infernal que sólo en México mata a 6.000 personas cada año.
Deberíamos tener la valentía de decírselo a ellos, pero no nos atrevemos. Sí, somos algo culpables.
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SALAS no olvida la Semana Santa.