- Libro que vuelves a leer una y otra vezComo agua para chocolate
- Canción que no te gustaba y luego escuchaste en bucleSomeone like you
- ¿Qué película te gustaría protagonizar?Grease
- ¿ Qué serie que a todo el mundo les gusta, no puedes con ella?Embrujadas
- ¿ Sitio de un libro que sea ficticio o no y al que te gustaría viajar?Hogwarts
- Fotografía de Elena Montagud y escrito por Elena Montagud Recuerdo que, de pequeña, la gente (y no solo los niños o niñas de mi edad) me miraba mal porque hasta los ocho años no pude ver una película de Disney. Me decían que no entendían los motivos por los que no me gustaban unas historias tan bonitas, tan románticas, tan llenas de amor. Ni siquiera se detenían a pensar que no es que no las quisiera ver, sino que no PODÍA. Hasta los once años no entró un aparato de vídeo por la puerta de mi casa. No contaba con una estantería llena de cintas de VHS con películas de Disney. A los ocho años una amiga me invitó a su casa para ver La Bella y la Bestia y me encantó, por supuesto. E imagino que para un niño ver en movimiento a esos personajes es una maravilla, pero… Yo me dije que tampoco era tanta la diferencia en comparación con mis libros. Porque no tenía vídeos, pero sí montañas y montañas de libros, entre ellos muchos de Disney. Lo que esas personas no sabían es que mi personaje favorito no era la Cenicienta, o Blancanieves, ni siquiera Jasmine… Tenía varios: uno, la Bella (porque era una gran lectora y me veía reflejada en ella) y dos, Simba. Simba era un príncipe, y luego un rey… ¡Pero no una princesa! En esa época yo no entendía de estereotipos. Siempre fui una niña bastante avispada, pero todavía no llegaba a ese punto. Lo que sí sucedía era que me sentía extraña e incómoda por el hecho de que los demás me dijeran lo que debía o no agradarme. Mis padres me compraban muñecas y cocinitas y yo jugaba con ellas, por supuesto. Pero también les rogaba que me regalaran legos, trenes, coches, playmoviles… Disfrutaba saltando a la comba e ingeniando formas con la goma elástica, pero también me lo pasaba genial uniéndome a un partido de fútbol. Sin embargo, era extraño. No para mí, pero sí para los demás. Incluso alguna vez escuché esa palabra “parece un chicote” que aún no entendía muy bien. La cuestión es que, simplemente, empiezan a encasillarte desde que eres un bebé. Si me he puesto a escribir este artículo, con este tema, es porque hoy he leído un desafortunado comentario: “¿Por qué, en general, escriben tan mal las mujeres?” Independientemente de que sea real o no, lo deprimente es que existe gente por ahí que de verdad opina algo así, y otras cosas, no solo aplicables a las diferencias de género. Podemos extenderlo, por desgracia, a todo. A la música que escuchas. A las películas que ves. A lo que comes. Por donde sales. La ropa que vistes. Quizá yo he tenido mala suerte y me he movido por un ambiente en el que casi nadie parecía aceptar lo que a ellos no les gustaba, pero en general considero que no me equivoco al expresar que es mucho más generalizado de lo que parece. Y si me he puesto a escribir este artículo, con este tema, es porque hoy he leído un desafortunado comentario como este: “¿Por qué, en general, escriben tan mal las mujeres?”. Independientemente de que sea real o no, lo deprimente es que existe gente por ahí que de verdad piensa algo así. ¿Acaso no nos damos cuenta de que todo esto son estereotipos que nos empobrecen? En ocasiones un estereotipo puede ser positivo, pero lo cierto es que casi siempre tienden a la exageración o a lo negativo. No nos permitimos conocer cosas por cierta educación que nos han inculcado desde bebés, no porque realmente no nos guste. En la mayoría de ocasiones ni siquiera nos animamos a sumergirnos en esa nueva experiencia o lo hacemos y, de nuevo, nos dejamos llevar por aquello que nos condicionaba, enterrados en nuestros prejuicios. Quizá nos perdamos una película que nos haría soñar, un libro que se convertiría en referencia, una canción que no podríamos dejar de escuchar y una comida que querríamos saborear una y otra vez. Por suerte, hay gente que se muestra tal y como es sin avergonzarle lo que opinen los demás. Y si le preguntan qué música escucha le importará un comino la cara que ponga el interlocutor. Y el mundo ideal sería que ese interlocutor no frunciera el ceño cuando reconoces que te encanta Raphael o cuando expresas que al salir de marcha bailas como una loca si ponen reguetón. Y no se reiría con cinismo cuando dijeras que te encantaba Física o Química o que forrabas tus carpetas de clase con la cara de Nick Carter, uno de los componentes de los BackStreet Boys. Y tampoco te dirá que eres un friki cuando vayas a ver un maratón de Harry Potter con tu varita de Albus Dumbledore. Yo nunca he sido de las que intente cambiar los gustos de los otros. Nunca seré de las que pongan los ojos en blanco y menosprecien a los demás simplemente porque ven, escuchan, leen, cocinan, comen, sienten… lo que yo no. Y lo más probable es que al final decida conocer lo que me propone, con tal de probar una nueva experiencia. Y si no me agrada… Pues no importa. Puedo expresarlo en voz alta, pero nunca creeré que lo mío es lo correcto, ni lo mejor.
Realmente hay que sentirse orgulloso de lo que a uno le apasiona. Y todavía más orgulloso al ser tolerante con lo que les gusta a los demás. Porque como dijo Walter Lippmann: “Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho”.