Revista Cultura y Ocio
No sé muy bien cuál es la poesía que me gusta. Qué temas prefiero. Qué juegos verbales o qué adjetivaciones o qué metáforas me conmueven más. Pero sí sé (eso lo sé perfectamente) que hay escritores que siempre me gusta frecuentar. Autores cuyas páginas me sorprenden, me conmueven, me impresionan, me vencen y convencen, me dicen su mensaje de belleza. Ángel Manuel Gómez Espada es uno de ellos. Siempre lo ha sido, desde que leí sus primeros versos, hace ya muchos años. Y aunque he intentado algunas veces ponerle justificaciones formales o teóricas a dicho fervor, pronto he abandonado la empresa. Me gusta y punto. Como me gustan los besos de Marta, el café, la piel de mis hijos, la cerveza congelada, la prosa de Jorge Luis Borges y los fósiles.Ahora he tenido la suerte de conocer su libro de versos Cocinar el loto, que me ha devuelto la felicidad de columpiarme en sus palabras, dejar que me resbalaran dentro y paladearlas con la atención de siempre. El poeta nos habla aquí del tiempo, del desamor, de la dignidad y sus erosiones, de lo que pudo haber sido y no fue, de lo que fue y se extinguió, de las decepciones más amargas (aunque luego se las encare con humor), de la memoria y sus deformidades... En suma, traza ante nuestros ojos una cartografía de su corazón, que es lo que más me gusta de los buenos libros de poesía.Del amor nos dirá que son “dos islas chocando entre sí” y “una especie de viaje”; pero que muchas veces su final consiste en “esperar sentado a que no vuelvas”. Que algunas tardes es placentero tomar café mientras se lee a Stendhal, aunque los “triunfadores” (quienes ganan buenos sueldos y se llevan a las chicas más guapas) sean quienes preparan oposiciones y se machacan en el gimnasio. Que encontrarte muchos años después con tu amada de juventud y verla con su hijo y cargada de bolsas de la compra produce una sensación extraña. Que la vida es un trayecto pespunteado de luces y sombras, en el que procuramos chapotear con toda la dignidad posible, aunque no siempre lo consigamos. Que...
Pero no diré nada más. Ustedes tienen que leer este libro. Deben acercarse a los versos majestuosos, ágiles, decantados, de Ángel Manuel Gómez Espada. No porque sea mi amigo (eso en esta reseña es secundario), sino porque es un poeta colosal, de los que se te cuelan dentro y se instalan en tu alma de lector. Hagan la prueba.