Revista Cultura y Ocio

Código de barras

Por Sergiocossa @sergiocossa
Este cuento creció desde el microrrelato homónimo, para el concurso de otoño de ¡¡Ábrete Libro!!, cuya temática fue la ciencia ficción. Un pobre intento de incursionar en el género. CÓDIGO DE BARRAS
Lo primero que veo son su reloj y los números grabados en su antebrazo. No. No son números... ¡También los tengo! Signos extraños que resaltan en la penumbra con un resplandor amarillento. Y lo que parece un reloj es un grillete que nos sujeta a la pared metálica. Sacudo la cabeza, como si eso ayudase a despejar mi mente. Escucho llantos y voces que colman el recinto: plegarias, susurros, maldiciones. Hay decenas de mujeres y hombres desnudos como yo, encadenados en hileras deformes y ocupando el piso frío, sobre nuestros propios desechos. El olor me penetra hasta provocarme náuseas. –¡Despertó! –escucho a mi lado–. Pensé que la bomba le había quemado el cerebro. Llevaba varios días inconsciente. Es un viejo canoso y flaco, sentado y abrazado a sus rodillas. Me incorporo para alejar mi nariz de los excrementos del piso y los músculos rígidos me atormentan. Apenas si apoyo la espalda al metal helado de la pared. Algunos puntos en el techo filtran luz blanca y permiten que la oscuridad no sea total. –Dónde carajo estamos. –En una nave de los tresbrazos, dónde más. Después del bombardeo al refugio nos cargaron como a ganado. Usted subió a los tumbos y se desmayó. ¿No se acuerda? Me acuerdo de estar escondido, hacinado en un refugio subterráneo. Implorando para que no nos alcanzaran los ataques de los tresbrazos. Lejos de mi familia, incomunicado, al otro lado de la ciudad. Como todos, casi sin comprender qué le pasó al mundo. De dónde salieron los invasores y por qué los paladines de la libertad no nos defendieron como en las películas. En pocos días nos devastaron: el Apocalipsis llegó sin aviso. Solo de eso me acuerdo. –Tuvo suerte de desmayarse. No se imagina lo que dolió el tatuaje. Así fue el primer día: gritos de dolor y olor a piel quemada. Usted igual tembló cuando se lo hicieron. Está agitado. Respire despacio que el oxígeno no sobra. Se me parte la cabeza. Paso los dedos por los signos del antebrazo. Siento su relieve fluorescente y áspero. Parece una especie de código en chino. Pegada a mi costado izquierdo, una mujer pierde su mirada en el infinito. Una rubia madura y rellena, con un rastro de sangre seca que le baja por el costado de la cara y se diluye sobre el pecho. –Esa es como si no existiera –dice el viejo–. Cuando le traigan la comida la agarra usted y compartimos. A escasos metros, un portón se abre con un siseo y la figura negra de un tresbrazos obstruye la luz exterior. Es la primera vez que veo uno y se me afloja la vejiga. El miedo que me acosó en el refugio no es comparable a lo que siento. Abrazo mis piernas igual que el viejo y noto la piel erizada en todo el cuerpo, mientras mi corazón se salta varios latidos. Debe tener casi tres metros de alto y la cabeza como la de un jabalí. El cuerpo lleno de pelo negro y duro. En sus dos brazos laterales sostiene unos palos largos, con destellos eléctricos en las puntas. Desde el centro del pecho le nace un tercer brazo, más corto y menos musculoso que los otros. Ingresa y deja paso a dos hombres desnudos, que empujan carros cargados con recipientes. –La comida –dice el viejo–. Agarre rápido porque sino la bestia lo quema con esos palos eléctricos. Manoteo el jarro que me corresponde y también el que le tocaría a la mujer perdida. Contienen una pasta espesa, gris, fría y con olor a especias. Saco un poco con los dedos y pruebo un bocado asqueroso. –Coma rápido, hombre, que es la única del día. Y me deja un poco del otro jarro. Ahí traen agua también. No vaya a desperdiciar ni un trago. Los que empujan los carros se vuelven hacia la salida y veo sus espaldas cruzadas con numerosas ampollas rojizas. Recién ahora noto que el silencio es total y aterrador. Cuando se cierra el portón y quedamos en penumbras, regresan de a poco los murmullos. –¿Tiene idea de a dónde nos llevan? –pregunto al viejo. –¿Y a quién le vamos a preguntar? ¿Al tresbrazos? Algunos comentan que alcanzaron a ver muchas naves espaciales. Cargaron a la gente que sobrevivió al ataque y despegaron. Dicen que son grandes y largas como gusanos. Y que solo a los adultos nos llevaron. Hay una sacudida, luego una caída libre nos despega del piso y nos deja flotando junto a los desechos. El grillete se calienta y la pared, antes fría, ahora abrasa con solo rozarla. Al final, como un ascensor deteniéndose, volvemos al piso y siento como si me aplastara una prensa invisible. Un golpe seco y nada más se mueve. «Capaz que aterrizamos». El portón se abre y una ráfaga del aire exterior aplaca nuestra hediondez. También penetra una luz blanca que enceguece. Se sueltan los grilletes que nos sujetaban a las paredes y aparecen dos tresbrazos con sus palos eléctricos. Emiten un sonido agudo, un chillido que es lo único que se me ocurre puede salir de esas cabezas de cerdo. Uno se queda en la puerta y el otro quema a los más cercanos, empujándolos hacia afuera. Los gritos de dolor se suceden mientras los primeros intentan salir a los tropezones. Otra vez el miedo, el terror que intenta paralizarme. Me obligo a pararme antes de que llegue el monstruo. Los músculos entumecidos claman dentro de mi cuerpo. Le doy un tirón en el brazo al viejo y se pone de pie entre quejidos. Miro a la mujer: sigue aislada de todo, extraviada. Atropello a los que tengo adelante, metiéndome entre medio para esquivar los palos. Otro viejo cae cerca de la abertura y todos lo pisamos. Al cruzar el umbral, el tresbrazos de la puerta me pasa por el tatuaje un laser que sostiene en el brazo del pecho. El tatuaje brilla por un segundo y luego me empuja hacia afuera. Trastabillo y ruedo por una rampa, al levantarme, una descarga nace en mi hombro y me recorre el cuerpo, produciéndome calambres y un ardor insoportable. No puedo ahogar el grito y solo atino a saltar hacia delante. Quiero insultar, llorar, golpear, pero mi mente no responde. Me falta oxígeno. Acabo en una explanada de acero, rodeado de cientos de personas. Por detrás llega el viejo y se derrumba, extenuado. –Hijos de puta –dice–. Me caí y me quemaron. Cuatro marcas rojas le florecen en la espalda. Revivo el ardor en mi hombro y veo que también tengo una lastimadura. Mezclado entre la multitud, en una calma momentánea, miro los alrededores. Me cuesta mucho respirar, me duele la cabeza y el entorno da vueltas. Hay poco oxígeno en la atmósfera. Una planicie se extiende hacia delante, desierta. A lo lejos sobresalen montañas, con el disco de un enorme sol naranja que se recorta detrás. Levanto la vista y observo otro sol, blanco intenso, sobre nuestras cabezas. «Mierda, que estamos lejos». Los tresbrazos nos rodean y nos dividen en grupos sobre la explanada. Al viejo lo pierdo de vista. Desde la nave que nos trajo, arrastran al otro viejo que pisamos y a la mujer perdida, que tiene la cabeza doblada en un ángulo imposible, y los arrojan a un pozo. Llegan vehículos volando. De cada uno bajan tresbrazos de pelambre marrón y se paran delante de nosotros. Gesticulan, chillan y señalan a los distintos grupos. Un marrón le entrega fichas de colores a un negro y este aparta de la explanada a un grupo de mujeres. Les pasan láseres por los tatuajes, las suben a uno de los vehículos de los marrones que llegaron y se las llevan. Entre chillidos y disputas, se repiten las entregas de fichas y el despacho de grupos de hombres y mujeres a los vehículos que parecen camiones. Entonces lo entiendo. –Nos están comprando. –¿Qué cosa? –pregunta el de al lado. –Esos hijos de puta nos están comprando. Pagan con esas fichas de colores. Son mercaderes. Y nosotros somos esclavos. El turno de nuestro grupo. Unos veinte que jadeamos y nos trepamos al camión que flota a centímetros del suelo. Antes de subir, un laser resalta los signos de mi tatuaje. «Debe ser como un código de barras. Así nos controlan. Traficantes de esclavos galácticos». Volamos sobre la planicie amarilla, rumbo a las montañas y al sol rojo, que se oculta detrás. Nos bajan ante un descomunal hueco en la ladera y veo rieles que se pierden en la oscuridad, bajo una pared de piedra. Los tresbrazos negros nos arrían hasta carros sobre los rieles, nos aplastan dentro de un contenedor y los carros inician su recorrido hacia la cueva. La montaña nos devora en silencio. De frente, se acercan otros carros saliendo del hueco. Cargan un mineral plateado que refleja las pocas luces de la entrada. El último que nos cruza me retuerce el estómago y genera gritos y llantos ahogados. El carro revienta de cuerpos demolidos. Puedo ver las caras negras de suciedad, las manos ensangrentadas, los ojos secos. Nuestro tren prosigue su rumbo subterráneo, hacia lo oscuro, hacia el aire frío y negro. «Como supongo será lo que me queda de vida».
© Sergio Cossa 2012
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