
Cuando yo fui la madre, aluciné cuando me di cuenta, de manera natural, de los tipos de llando de mis hijos y qué significaban. No sólo me sentía orgullosa pensando que sí que tenía aquel misterioso instinto maternal sino que también me reconfortaba poder dar consuelo a unos seres que no se podían comunicar de otra manera.
Mi pequeña foquita lleva dos semanas soltando una cantidad de palabrejas que tan sólo entiendo yo y me encanta. Bueno, y mi bebé gigante, que es como mi alter ego en lo que a mi papel de madre con mi pequeña se refiere. Es como si jugáramos a tener un código secreto para que nadie más pueda entrar en nuestro mundo. Ahí van algunos ejemplos.
Cuando señala con su lelo no está insultando a nadie, sólo está pidiendo un pito para comer porque esos trocitos de pan duro alargados sientan de maravilla entre horas. Cuando en el parque pide el titó no está llamando a ningún pariente andaluz, sólo quiere subirse al concurrido columpio. En casa, cuando quiere abú sólo ella, yo y mi niño sabemos que quiere un yogurt.
Cuando quiere jugar con su granja favorita, le pide a su tete que le saque la ia-ia. Es tan mona, que la pide cantando (la canción del dueño de la granja, ya sabeis, Pepito). O si quiere jugar a pelota, directamente grita gol, porque si no es para ganar, pues parece ser que no juega.
Y la mejor, cuando se acerca lloriqueando y pidiendo abriló ¿os imagináis qué es lo que quiere que abra?