Revista Cuba

Colchones

Publicado el 30 diciembre 2013 por Yoani Sánchez @yoanisanchez

Una mujer les grita desde el balcón y entonces hacen un alto junto al carromato que empujan. En la propia acera arman el taller. Sobre unos tablones y a la vista de todos. Los muelles rotos se reemplazan, las agujas enormes cosen los bordes y el viejo forro manchado aquí y allá, se sustituye por otro hecho con tela de sacos de harina. Sus manos se mueven rápidas. En menos de una hora habrán terminado y seguirán calle abajo buscando nuevos clientes. En el aire flota una mezcla de polvo, pelusas y un olor a intimidades acumuladas por años.

Los reparadores de colchones siempre tienen trabajo, mucho trabajo. En un país donde tantos duermen aún sobre la misma cama que descansaron sus abuelos, este oficio se vuelve vital. En los tiempos que corren los expertos de la guata y de los bastidores están por todos lados. Con sus carretes de hilo, vociferan pregones donde prometen treinta días de garantía después de la renovación. Reparan lo que ha vencido su fecha de caducidad hace décadas, le devuelven un sueño cómodo a quienes cada madrugada se pinchan las espaldas con algún muelle salido de lugar.

También abundan los estafadores. Creadores de una ilusión que dura poco y que deja al comprador con dolores en todo el cuerpo y en el bolsillo. Colocan sucesivas capas de hojas secas de plátano, fibras plásticas o aserrín. Después las cubren con un tela estampada y vistosa, poniendo especial cuidado en la costura de los bordes. Se ubican cerca de centros comerciales y aseguran que su mercancía es “como la de la tienda”. En un país donde un profesional necesita el salario de un año para adquirir un colchón matrimonial, las ofertas –no estatales- y más baratas, siempre son muy tentadoras. Sin embargo, una buena parte de las veces lo ventajoso se convierte al poco tiempo en frustrante.

La escena se repite cuando estos reparadores llegan a un barrio. Una madre tiene pena de las marcas de orine que el hijo más chiquito ha dejado sobre la cama. Otros se avergüenzan porque los vecinos verán los sucesivos remiendos que le han hecho a sus colchones durante años. Las frases al estilo de “este no es mío, sino de un pariente, pero voy a hacer el favor de arreglárselo” se suceden. Algunos se aparecen con una estructura amorfa, sin esquinas definidas y hundida en el centro, que necesitaría más un pase mágico que una reconstrucción. “Déjemelo como nuevo” le apuntan al reparador y éste empieza a mover las manos, hundir la cuchilla en algunos puntos y finalmente pone un precio.

Más que un restaurador de colchones, es un restaurador de sueños.


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