Revista Cine
Cold in July es el nuevo gran thriller violento del cine independiente norteamericano. Su director, Jim Mickle, autor también, junto a Nick Damici, del libreto, basado a su vez en la novela de Joe R. Lansdale, firma una película intensa, cortante, con el ritmo cardíaco disparado y el pulso narrativo preciso, y cuyo planteamiento literario, tratamiento sonoro (y musical) y estética visual suponen todo un acercamiento al cine ochentero de Serie B.
Lo más interesante de Cold in July, además de la acertada planificación de su director y del ritmo y los tempos de su montaje, es, sin duda, su estructura. Lo que comienza pareciendo un relato canónico que se resolverá predeciblemente en una estructura de tres actos, gira los tornos hasta tres veces a lo largo del metraje, cambiando por completo el lugar hacia el que se dirige la película, y convirtiéndose el planteamiento inicial en un mero McGuffin para contar algo que va mucho más allá. Como referencia, podría nombrar Sexy Beast, de Jonathan Glazer, o Escondidos en Brujas, de Martin McDonagh, ambas de estructuras que establecen relaciones por el estilo.
Cold in July es, por tanto, una película de personaje(s), más casual que causal, y focalizada durante la mayoría del metraje en el padre de familia, protagonista, y la forma en que éste intentará enfrentarse a sus temores. Sus oponentes cambian de forma y lugar, pero para él, a fin de cuentas, son los mismos: el peligro y la inseguridad que le impiden dormir. De ahí que sus pasos en el relato, siempre hacia delante, tengan como verdadero fin la paz de la conciencia; el poder cerrar los ojos sabiendo que ha reparado sus “errores”, y que, por tanto, el mundo no tendrá razones para acuchillarle por la espalda.
En una frase: Disfrutar de un gran espectáculo, pero sin que lo tomen a uno por tonto.
Pelayo Sánchez