Revista Opinión
Desde el domingo pasado el nuevo icono político de la izquierda se llama Pablo Iglesias.
Tras el terremoto que supuso la inesperada entrada de Podemos en la demediada escena pública las reacciones histéricas no se han hecho esperar.
Los dos grandes partidos y sus voceros más torpes han salido en tromba a intentar restar méritos a quien hasta ayer directamente ninguneaban. No lo han hecho por la vía de la argumentación, de la réplica política, sino por otra más berlusconiana: la de la difamación personal. Y esto no ha hecho más que empezar. Preparémonos para recibir dossiers e informes confidenciales a tutiplén sobre un pasado oscuro y deshonroso del chico de la coleta.
No se dan cuenta, enfermos como están de poder e irrealidad, de que el bipartidismo se ha dado un batacazo monumental porque los jóvenes (que existen, al parecer y pretenden ganar, además, el futuro) tienen claro a estas alturas que se trata de los mismos perros con distinto collar, que los enfrentamientos PP-PSOE son un teatrillo, que están unidos como siameses por sus coches oficiales, sus sueldos blindados, sus jubilaciones en empresas del IBEX, sus botines y sus florentinos.
Estaban tan ufanos, luciendo sus deslumbrantes trajes invisibles, con el aplauso unánime de sus acólitos, hasta que la realidad, como un niño inocente, les ha mostrado su desnudez indecente.
Los españoles (y los europeos, en general), sobretodo los más jóvenes, esos que calientan el banquillo sin esperanzas de salir a jugar, están empezando a huir en masa de “la casta”.
De ellos, hasta un millón doscientos mil han seguido el sonido de la flauta mágica de un profesor universitario tremendamente carismático, que ha revolucionado las tertulias políticas televisivas.
Pablo Iglesias no es un animal televisivo, es un tipo inteligente y estudioso que sabe de la importancia del medio en la comunicación de ideas.
Mientras otros van a la tele a hacer gracietas o a mirar el twitter, Iglesias llega cargado de datos, de estadísticas, de jurisprudencia.
Es un estajanovista que va a las tertulias como el que va a la mina. A currar.
Es lo que en Cádiz llaman un jartible, un pesao, un tío que no da un balón por perdido, que no afloja hasta que no remata la faena dialéctica.
Tiene un discurso cercano, incisivo, de una espontaneidad duramente trabajada.
Es certero cuando otros se conforman con ser aplicados, imprevisible cuando la tendencia es recurrir al tópico. En un ambiente habitualmente vocinglero y maleducado, no levanta la voz y respeta los turnos.
Acido, sin ser hiriente, el parlamento de Iglesias, extremadamente brillante, tiene, además, ímpetu y puntería.
El resultado es que les moja la oreja a sus oponentes de manera ostensible.
Pero hay un problema: salvo las cosas de estricto sentido común, casi todo lo que dice es mentira.
Lo que ocurre es que es infinitamente más listo y preparado que todos sus rivales dialécticos, que son incapaces de contrarrestar con argumentos mínimamente sólidos sus falacias populistas, que, como tales, proponen soluciones sencillas a problemas complejos.
Particularmente detesto las ideas de Pablo Iglesias. No todas, obviamente, pero sí las que constituyen el núcleo de su pensamiento político.
Es bolivariano, estatalista, utópico y sectario. Como diría Salvador Dalí, yo tampoco.
Pero le reconozco un mérito: ha aportado a la escena pública un discurso en el que cree, incluso demasiado (lo que es de agradecer en estos tiempos de postureoarriolista) y una ética del trabajo que ha alentado a una legión de jóvenes inconformistas, radicales, disidentes y airados.
No me dan miedo la democracia ni el pluralismo. Los hindúes tuvieron la sagacidad de ver y el valor de proclamar que el nirvana, la meta de sus afanes, es la nada. Dondequiera que exista vida, hay también división, enfrentamiento, discrepancia.
Y, puestos a discutir, preferiría confrontar las mentiras inteligentes del profe Iglesias al argumentario oficial del capataz Marhuenda.
*Publicado en IDEAL