Revista Libros
Colette.
El fanal azul.
Traducción de Adolfo García Ortega.
BackList. Barcelona, 2011.
Pese a que me había prometido no escribir nada más después de La estrella vespertina, ahora voy y lleno doscientas páginas con algo que no son ni unas memorias ni un diario. Que mi lector se aguante: como un fanal de día y de noche, azul entre dos cortinas rojas, muy pegada a la ventana como una de esas mariposas que se duermen en su interior por la mañana en verano, mi lámpara azul no alumbra acontecimientos del rango de esos que dejan atónitos.
Así justificaba Colette la escritura de El fanal azul, que publica BackList con traducción de Adolfo García Ortega.
La novelista escribió estos textos entre 1946 y 1948, poco antes de su muerte. Para entonces tenía unos setenta y cinco años y era una mujer marcada por el dolor y por la limitación física de una artritis que había hecho de ella una inválida lúcida que no se resigna a renunciar a la vida ni a la escritura y que ilumina sus días y sus noches con una lámpara cuya luz azul ilumina los folios azulados en que escribe. Es el fanal azul al que alude el título, pero es también una metáfora de la memoria y de la mirada de la escritora sobre su mundo:
Quería que este libro fuese un diario. Pero no sé escribir un verdadero diario, es decir, conformar cuenta tras cuenta, día tras día, uno de esos rosarios a los que la precisión del escritor, la consideración que tiene de sí mismo y de su época, bastan para dar valor, como el color de una joya. Escoger, anotar lo que fue notable, quedarse con lo insólito, eliminar lo banal, etcétera, no es lo mío, porque la mayor parte del tiempo suele ser lo cotidiano lo que me llama la atención y me vivifica.
Es un mundo marcado por el paso del tiempo, por la pérdida de los amigos muertos, por lugares como Ginebra, París, Beaujolais o Grasse. Y por un presente doloroso y limitador que se asume como una expresión de la vida, igual que la fugacidad de los días:
Los días pasan idénticos, acuciados por desaparecer, llevando cada uno clavado en su centro, en su ascenso, en su descenso, la punzante petición de vida que es el dolor físico.
Porque estos textos de Colette están atravesados por los pájaros y las flores, por las huertas y los jardines, el cine y la música, por amigos como Jean Marais y Cocteau, por los perros y los niños molestos, por las cartas que recibe, por una emocionada evocación de su amiga, la actriz Marguerite Moreno, por las reuniones que presidía en la Academia Goncourt, por una ilimitada capacidad de asombro y por unos recuerdos que nunca dejan paso al patetismo ni a la autocompasión: Nada va a peor, la que se aleja soy yo, tengamos calma.
Se alejó definitivamente en 1954, cinco años después de la publicación de El fanal azul. Fue lo último que escribió, pero no descartaba seguir escribiendo. Lo anunciaba así al final del libro:
Con humildad, voy a seguir escribiendo. No hay otra elección para mí. Pero ¿cuándo se deja de escribir? ¿Qué avisa de su final? ¿Alguna torpeza de la mano? Antes creía que en la tarea de escribir sucedía como en los demás trabajos; soltada la herramienta, se exclama de alegría: "¡Acabado!", y se sacude uno las manos, de las que llueve el polvillo de una arena que se ha tenido por preciosa... Pero en la figura que describe ese polvillo de arena sólo se lee esta palabra: "Continuará..."
Santos Domínguez