Así lo asegura el presidente Santos. Es su nuevo emblema publicitario. Vamos a encontrarlo repetido hasta el cansancio. Será inevitablemente el sustento de los medios de comunicación, como las migas de pan para las palomas de la plaza de Bolívar. Lo malo es que los compatriotas con los cuales uno se tropieza todos los días, desde porteros y chóferes de taxi hasta las elegantes amigas que encuentro en un teatro o en una galería de arte, ponen cara fúnebre preguntándome o preguntándose para dónde va el país, qué nos espera.
Pues bien, ¿para dónde va el país? Observemos la realidad. Por lo pronto, como consecuencia de la reforma tributaria, los precios se encuentran disparados. Es apenas un anuncio del teatro de luz y sombra que nos espera. Caen las exportaciones, el crecimiento de la economía nacional es solo de un 2 por ciento; la construcción, hasta hace poco el sector más dinámico del país, desciende a un 0,4 por ciento, así como la industria y la agricultura perdieron también el auge de otros tiempos. Y ni hablar del desempleo, el más alto de América Latina, después de Brasil.Es realmente una crisis económica que se agrava cada día. El origen de este desastre ha sido el desmedido gasto público que dilapidó la bonanza petrolera y fue la causa de un endeudamiento adicional de cincuenta mil millones de dólares. Estos recursos se esfumaron con la obesidad burocrática, los costosos viajes al exterior, los derroches publicitarios, la compra de votos y el apoyo de partidos y parlamentarios a base de ‘mermelada’. Para darse buena imagen antes de finalizar su mandato, el presidente Santos anuncia una fastuosa inversión en obras públicas. Lo malo es que para ello apelará de nuevo al crédito externo, aumentando catastróficamente la deuda pública y comprometiendo las vigencias futuras. Su sucesor, quienquiera que sea, se encontrará ante un colapso económico nunca visto.
Otro mal a la vista: la corrupción. Al fin el presidente Santos lo reconoce, y para combatirlo toma como bandera una discutible reforma política. Lo cierto es que algunos contratistas, alcaldes, gobernadores, caciques regionales y políticos cercanos al Gobierno se enriquecen con el manejo indebido de los recursos públicos, mientras el hambre mata a decenas de niños en La Guajira y los deficientes servicios de salud y educación abruman a millones de colombianos.La paz es, sin duda, el gran trofeo del que hace alarde el Gobierno. Se lo reconoce la opinión internacional. Pero ¿realmente la tendremos? Una inseguridad rampante impera en las ciudades y poblaciones, y después del atentado ocurrido en La Macarena nos damos cuenta de que el acuerdo firmado con las Farc no pone fin al terrorismo de sus disidentes, del Eln, del Epl y de las bandas criminales. Por otra parte, dicho acuerdo encierra grandes peligros. A tiempo que las Farc aplazan la entrega de niños y secuestrados, las exigencias impuestas por ellas les abren las puertas del poder. No van a pagar un solo día de cárcel, obtendrán amnistía, curules gratuitas, dinero mensual y millones de hectáreas bajo su control. Con la ayuda del llamado fast track, el Gobierno hizo incorporar las 310 páginas del acuerdo a la Constitución, sin que puedan ser modificadas ni por el Congreso ni por los próximos tres gobiernos.¿Y qué decir de la misteriosa justicia especial para la paz? Su Tribunal Supremo, compuesto por juristas nacionales y extranjeros (entre los que figuran, propuestos por los abogados de las Farc, el español Gil Robledo, el peruano García Sayán y el argentino Juan Méndez), suplantará tranquilamente nuestra Rama Judicial, dejando inhabilitadas la Procuraduría y la Fiscalía. Juzgarán a sus anchas militares, políticos, empresarios, propietarios de tierras, funcionarios públicos y privados y periodistas.Con todo este amenazante panorama, lo que verdaderamente puede repuntar en Colombia es un histórico desastre.Por Plinio Apuleyo Mendoza via @CarlosAMontaner
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