Revista Cultura y Ocio

¿colón italiano? ¿colón español? 1923

Por Fernando Alonso Conchouso @ColonGalego

revista razón y fe 1923Publicado en el año 1923 en la revista Razón y Fe

Esta pregunta holgaba hace siglos y aun años; hasta los muchachos de la escuela daban razón del genovés. Hoy en cambio enzarza las opi­niones y atarea las Academias y trastorna las cabezas. Disputóse te­nazmente sobre el lugar concreto de su nacimiento; pero las disputas- eran domésticas; todo quedaba en casa, en Italia. Ahora, sin apaciguarse esas luchas, vienen otras de fuera; y se discuten, no partidas de familia, sino intereses nacionales, y los ánimos se enardecen, quiénes por retener lo que aseguraba la Historia con sus fallos seculares, quié­nes por socavar los títulos de la prescripción y volver al legítimo escudo los timbres que inconsideradamente se grabaron en ajenos cuarteles.

Rimeros de libros y folletos, de discursos y artículos abogan por ambas partes contendientes; muchos van ya salidos, y aun saldrán mu­chos más, porque la causa lo merece. Pero es el caso que por la suti­leza de las razones traídas, harto fáciles de enmarañarse y quebrar, a la calle no llega más que el ruido de la disputa, no el peso de los ra­ciocinios.

Y oímos decir que se dice que Colón no es italiano, que es espa­ñol, extremeño o gallego; unos, halagado el amor patrio, lo abra­zan empeñadamente; otros califican el rumor de pueril antojo; y pocos alcanzan el porqué de tales afirmaciones y el crédito que deba dárse­les. Digo pocos, excluidos los que a tales estudios se dedican; pocos en España y menos en el extranjero.

Me imagino, pues, que más de cuatro lectores no llevarán a mal un resumen de la cuestión, tal como ahora se encuentra. Si todo tra­bajo de historia es esencialmente caduco, porque nadie sin presunción se alabará de haber calado hasta el fondo de la mina de los documen­tos, mucho más en puntos como el presente, donde la crítica anda aún en los primeros tanteos; a lo menos respecto del nuevo filón orien­tado hacia España. Es, pues, de esperar que el tiempo afiance o disipe los temores y esperanzas ahora suscitados.

Al decir más arriba que hasta hace poco Italia estaba en pacífica posesión de la cuna del famoso navegante, no pretendí negar algunas arremetidas pasajeras y de escaso susto; para Córcega reclamaron a Colón, y para Portugal y para Grecia. A esto último dieron pie ciertos autores, que con deseo de entroncar al afortunado aventurero con ma­rinos ilustres, lo emparentaron con Colón el Mozo, el terrorífico pirata a las órdenes del rey Renato; el cual ahora resulta que no se llamaba Colón, sino Jorge Bissipat, ni era genovés, sino griego huido de Constantinopla cuando la conquista de los turcos. Quédense para quien gustare esas disquisiciones; y quédense también las que abogan por las distintas ciudades italianas; al presente sólo nos interesa la cuestión previa: si Colón nació en España, ipso fado quedan en paz los pueblos ligures.

Para los que creyeron (no sé si quedará alguno) en la virtud heroi­ca hasta la santidad de Cristóbal Colón; para los que solicitaron se lo elevara a los altares, la duda es absurda. Colón no podía mentir, y bien claro y bien repetidas veces declaró que en España era extranje­ro, y más determinadamente «que siendo yo nacido en Génova les vine a servir (a sus Altezas) aquí en Castilla, y les descubrí al ponien­te de Tierra Firme las Indias»; y encarga a su hijo D. Diego y a sus sucesores mayorazgos pongan casa de asiento en la ciudad de los Do­rias, «pues que de ella salí y en ella nací»; y por eso siempre procuren la honra y acrecentamiento de Génova.

Son frases de su testamento; a las cuales, si la necesitasen, dan fuerza otros papeles suyos, unos oficiales y otros privados. A los pri­meros pertenece el Codicilo militar, firmado en Valladolid el 4 de mayo de 1506, pocos días antes de su muerte; la carta al Oficio del Banco de San Jorge, en que comunica la encomienda hecha a su hijo de que destine la décima parte de sus rentas en beneficio de la ciudad, para abaratar el trigo, el vino, etc. Entre los papeles privados se cuen­ta la llamada apoteosis de Colón, dibujada por mano del Almirante, en cuyo centro campea, como figura más principal, el escudo de Génova.

Mas tales documentos no pasan ya sin tropezones; el Codicilo, por­que su forma militar, de excepción para casos apurados de tiempo y de notario, no encaja con la tranquilidad y calma que rodeaban al tes­tador en Valladolid, y por otros motivos de índole interna; el papel al Banco tiene en su favor que ciertamente por los días de su fecha, primeros de abril, hizo Colón un Memorial de encargos y mandas, que su hijo incluyó en el acta notarial de las últimas voluntades de su pa­dre; y en efecto, una de las mandas es la décima parte de sus rentas para los pobres; pero no precisamente para los de Génova, a la cual ciudad no alude una sola palabra, siendo así que allí se despide de to­das las personas y cosas queridas; añádase que jamás la república re­clamó la tal manda ni se acordó de ella. La apoteosis merece menos respetos aún a la crítica.

Demos, pues, de lado a estos documentos, que se bambolean, y guardemos únicamente las declaraciones concretas y terminantes de Colón, de que nació en Génova.

Y oigamos lo que nos dicen los contemporáneos, los que conocie­ron al desvalido aventurero y al afortunado descubridor.

Los cuales, todos sin excepción, concuerdan en su origen italiano.

Comencemos por Fernández de Oviedo, el cual escribe en lo que al descubrimiento de las Indias se refiere: «Assí que no hablo de oydas… sino de vista, aunque las escriba desde aquí, o mejor dicien­do, ocurriendo a mis memoriales, desde el mismo tiempo escriptas en ellos.» Y bien pudo escribirlas, porque mozo de cámara del Príncipe era en la corte, cuando el maltraído genovés se presentó en ella con la oferta medio visionaria de su ruta al Catay. Su testimonio es como si­gue: «Digo que Chripstóbal Colom, según yo he sabido de hombres de su nasgión, fué natural de la provingia de Liguria, que es en Italia, en la qual cae la cibdad e señoría de Génova; unos digen que de Saona, e otros que de un pequeño lugar o villaje dicho Nervi, que es a la parte del levante y en la costa de la mar, a dos leguas de la mis- jna cibdad de Génova; y por más cierto se tiene que fué de un lugar dicho Cugureo, gerca de la misma cibdad de Génova… El origen de sus predegessores es de la cibdad de Plagencia en la Lombardía, 1 k qual está en la ribera del río Po, del antiguo y noble linaje de Pelestrel» (i).

Bernáldez, el famoso cura de Los Palacios, que también andaba en la corte por los días de los conciertos, y después hospedó a Colón y manejó sus papeles, escribe: «En el nombre de Dios Todo-poderoso, ovo un hombre de tierra de Génova, mercader de libros de estampa, que trataba en esta tierra de Andalucía, que llamaban Christóbal Co­lón, hombre de muy alto ingenio, sin saber muchas letras, muy dies­tro en el arte de la Cosmographía e del repartir del mundo» (2).

(1)   Historia general y natural de Indias, 1. II, cap. 2.

(2)   Crónica de los Reyes Católicos, cap. 118.


Las Casas, gran admirador del Almirante, archivero suyo, por de­cirlo así, testifica que: «Fué, pues, este varón escogido de nación geno- vés, de algún lugar de la provincia de Génova; cuál fuese dónde nació o qué nombre tuvo el tal lugar, no consta la verdad de ello, mas de que se solía llamar, antes que llegase al estado que llegó, Cristóbal Colum- bo de Terra-rubia, y lo mismo su hermano Bartolomé Colón» (i).

Pedro Mártir de Anglería, que en la vega de Granada ejercitaba su curiosa afición de gacetillero y su relamido estilo de humanista para contar a sus amigos de Italia cuanto veía, consignó el providencial hallazgo de las Indias en su carta a Juan Borromeo, y en sus Décadas: de él asegura Las Casas «que se le debe más crédito que a otro nin­guno de los que escribieron en latín, porque se halló en Castilla por aquellos tiempos, y hablaba con todos, y todos se holgaban de le dar cuenta de lo que vían y hallaban, como a hombre de autoridad, y él que tenía cuidado de preguntárselo, pues trataba de escribir» (2). Poca importancia otorgó al punto que ahora buscamos; de paso llama a Colón dos veces vir ligur, natural de Liguria; nada más.

Galíndez Carvajal, de la Cámara y Consejo del Rey Católico y su •cronista, en los Anales Breves anota: «Este año (1492) tomaron los reyes asiento con Cristóbal Colón, ginovés, natural de Saona, sobre el descubrimiento de las Indias del mar occéano, de que tanta honra y provecho se ha seguido a estos reinos.»

No hay para qué amontonar citas: de estas fuentes bebieron los demás historiadores, y agua más pura en ninguno la hallaríamos.

¿Pueden recusarse sin temeridad testimonios tan concordes y tan autorizados? Quizás sí; es muy posible lo que dice el Sr. Calzada, que «se limitaban a referirse a lo dicho por él (Colón), sin preocuparse para nada de si ese dicho era verosímil o dejaba de serlo». De que hablaban de oídas es buena prueba la desavenencia y vaguedad en se­ñalar el lugar donde nació dentro de Italia. Por italiano se daba él; no •recelaron el engaño, porque no veían por qué había de engañar, y es­cribieron lo qué oían.

A esta explicación, obligatoria para los que niegan la naturaleza genovesa, se oponen dos reparos: que Fernández de Oviedo afirma sa­ber sus noticias de hombres de su nación, y que Las Casas, al hablar del tercer viaje de Colón, escribe: «Aquí en esta isla de la Gomera, determinó el Almirante enviar los tres navios derechos a esta isla Es­pañola… El tercero (capitán) para el otro navio fué Juan Antonio Ca­lumbo, ginovés, deudo del Almirante, hombre capaz y prudente y de autoridad, con quien yo tuve frecuente conversación» (i). De modo que no estriban sólo en el dicho del Almirante, sino en el de paisanos y deudos suyos, que lo conocerían y tratarían en su patria.

(1)   Historia de las Indias, 1. I, cap. 2.

(2)   Ibidem, 1. I, cap. 140.

 

¿Que también éstos, por la cuenta que les traía, alargaban la farsa: los genoveses por los frutos de honra y provecho que les podían caer del árbol maravilloso, nativo o trasplantado, que de la noche a la ma­ñana apareció en su tierra; y el deudo porque no se trasluciese la hila­za de la trama? Es posible; pero el salto de la posibilidad a la afirma­ción no debe darse sin motivos serios. ¿Los hay?

Nos lo dirán los alegatos de la parte contraria, los fundamentos de la opinión española.

Los cuales son de dos clases: negativos y positivos; unos que dan por el pie a los testimonios contrarios, otros que asientan sus dere­chos. Y como entre los testimonios el principal, el que arrastra con su peso a los otros, es el dicho del propio descubridor, a él enderezan, los primeros hachazos.

Colón, dicen, tuvo empeño en ocultar su origen, y fingió lo de Gé­nova, y lo desmintió con otros sus dichos y hechos. A los que se es­candalicen de que se lo crea fingidor en este punto, basta recordarles cien otros casos en que mintió, no sólo engañado, corno en sus profe­cías y revelaciones, según la opinión más benigna, sino a ciencia y conciencia; v. gr., sus ardides en atraerse de grado o por fuerza a los indios, sus falsos derroteros durante el primer viaje, la famosa escena del eclipse de luna, las relaciones fantásticas enviadas a los Reyes, etc. De manera que por ese lado no hay escrúpulo.

Y aposteriori consta que fingió cuando se dijo genovés; porque ni sus más íntimos quiso jamás que supieran el lugar de su nacimientos no lo sabía la familia de su legítima mujer portuguesa; pues, tratándo­se precisamente de averiguarlo en juicio, ni la menor alusión hacen a Génova: no lo sabía tampoco la familia de su amiga la Beatriz Enríquez; pues el hermano de ésta y leal servidor del Almirante, Pedro de Arana, confiesa ingenuamente que «oyó decir que era genovés, pero no sabe de dónde es natural». ¿Es creíble que ni en la confianza doméstica descorriera el velo, sin el firme propósito de irse al sepulcro envuelto en el misterio? Nótese que la voz pública, de que era genovés, no pudo menos de llegar a los oídos de sus allegados; luego si dudaron, fué porque no les faltaban razones para sospechar que la voz era echadiza.

(i) Historia de las Indias, lib. I, cap. 130.

 

Su mismo hijo Fernando, en la Vida del Almirante, capítulos I y 2, si bien unas veces lo llama genovés, ya nos advierte en otros sitios el va­lor que deba darse a estas afirmaciones suyas y aun a las de su padre. «De modo que cuanto fué su persona a propósito y adornada de todo aquello que convenía para tan gran hecho, tanto menos conocido y cierto quiso que fuesen su origen y patria; y así algunos, que de cier­ta manera quieren oscurecer su fama, dicen que fué de Nervi, otros de Cugureo, otros de Bugiasco; otros, que quieren exaltarle, dicen que era de Saona, y otros genovés, y algunos, saltando más sobre el viento, le hacen natural de Placencia.» Y él, su hijo, deja al aire la duda ¡Y atri­buye a providencial designio de Dios estas confusiones No es preciso subir tan alto para explicarlas.

A las mismas nieblas que Colón sembró alrededor de su cuna contribuye el cambio de nombre de Colombo en Colón; Fernando dice que su padre limó el vocablo y volvió a renovar en España el apellido de familia. Luego el Colombo no fué el primitivo, sino Colón, y de los Colones, así en esta forma, no habla documento alguno en Italia. Suele afirmarse que el Colombo se trocó en Colón para acomo­darlo a las orejas castellanas; pero hay varias cosas que objetar: prime­ra, las palabras de Fernando y la renovación del apellido; segunda, que desde que llegó a Castilla, unas veces se dijo Colomo, otras Colom, otras Colón, nunca en documentos oficiales Colombo (1); tercera, que el nombre en latín, donde no había para qué buscar acomodaciones, debe traducirse Colonus, según Pedro Mártir y Fernando; cuarta, que la forma Colombo es española en los lugares de Santa Colomba de Galicia y León, y, por tanto, holgaba el trueque. Se viene la sospecha de que el cambio se hizo fuera de España, y que aquí se renovó el que siempre tuvo.

Además, si su familia era ilustre, si no era el primer almirante de su linaje, como él asegura, ¿por qué no probarlo con la exhibición de su ejecutoria? ¿Qué recelos se lo impidieron?

(1) Beltrán y Rózpide: «Colón y la Fiesta de la Raza.» Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo 73, pág. 202.

 

Dábanse explicaciones a estas dudas, que no son de ayer, más o menos satisfactorias; pero como, admitido su origen genovés, alguna había que darse, pasábase por ellas: eran de interés secundario. Mas apenas vinieron por otro lado las sospechas, y se vislumbró que acaso encubrieran trastiendas y enredos de mayor cuantía, los ojos curiosos se cebaron en desmenuzarlas, en estrujar todo el jugo, que quizás re­sulte acibarado para los tradicionalistas genoveses.

Vengamos ya a los argumentos positivos pro Colón español: los que restan en favor de Italia irán saliendo entreverados.

Y   para que nada se quede en el tintero, comencemos por Colón extremeño.

Es idea que en años gana a la de Colón gallego: no que el descu­bridor nació en Extremadura, pero sí que de ella trajo su origen inme­diato. Indícalo el Diccionario de Madoz, verbo Plasencia: «Con moti­vo de estos trastornos (los de 1440) se fueron de esta ciudad los pa­dres del inmortal Cristóbal Colón, nacido por esta razón en Génova.» La noticia tan estupenda y nueva, dada sin apoyo alguno, es de rece­lar se funde en la confusión de Plasencia de Extremadura con Placen- cia de Lombardía, donde, según algunos, tuvo su solar la casa de los Colones.

Sin embargo de ello, D. Vicente Paredes publicó en 1903, en la Revista de Extremadura, números de enero y febrero, un informe de­fendiendo la noticia de Madoz; prueba de lo que puede una mala cau­sa contra un buen abogado. Asienta como base de su teoría el ori­gen judío de Colón, y su empeño, callado pero tenaz, de ufanarse con el parentesco o raza de la Santísima Virgen. La armazón de su racio­cinio es la siguiente: Hacia 1440, el Obispo de Plasencia era D. Gon­zalo de Santa María, de familia conversa; una su hermana casó con al­gún noble, que por las revueltas del tiempo de Juan II hubo de expa­triarse; su mujer lo siguió, y se encaminó a Basilea, donde andaba en el Concilio otro hermano suyo; al pasar por Génova llególe su hora, y allí nació Cristóbal Colón y allí se crió, por asentar en la ciudad su madre.

Para demostrar que Colón quiso conservar su apellido materno, Santa María, expone una interpretación de las jeroglíficas letras que Colón empleaba como rúbrica y que mandó empleasen sus herederos:

que leídas de izquierda a derecha, y adobadas ingeniosamente, y su­pliendo lo que sea preciso, y volviendo a leer de abajo arriba, vienen a significar xpoferens ex elisabet soror matris sanctae mariae.

Pero de todo ello, fuera del sabor judaico del Almirante, que otros han apuntado, no hay nada que no sea absolutamente nuevo, nada que se pueda apoyar en un solo documento.

Pocos adeptos ha conquistado D. Vicente Paredes.

Quien levantó la caza de Colón gallego y enderezó por nuevos cauces las investigaciones fué D. Celso García de la Riega; bullíanle en la cabeza por los años 1892 las dudas, traídas y llevadas entonces con motivo del centenario del descubrimiento de América, cuando en un libro titulado El río Lérez tropezó con una escritura de aforamiento hecha por el Monasterio de Pueyo a Juan de Colón y a su mujer Constanza de Colón  a los principios del siglo xvi. Hirióle la coincidencia de apellido, que no ‘ es común y que hasta en el de convenían, porque el descubridor, en la institución de su mayorazgo, asegura ser su familia de los de Colón, aunque suprime la de en sus firmas. Con la sospecha nació el deseo de huronear por los archivos; y el resultado de sus diligencias lo expuso ante la Sociedad Geográfica el 20 de diciembre de 1898. Helo aquí:

En distintos cartularios y minutarios notariales de Pontevedra apa­recen Colones desde 1525? en orden retrospectivo, hasta 1428, y entre ellos un Domingo de Colón (en 1434), llamado el Viejo., señal de que había otro más mozo; una Blanca Colón, difunta en 1434; un Bartolo­mé de Colón, en 1428, y una heredad llamada de Cristobo o Cristóbal de Colón en 1496. Ni faltan dos mujeres: Elvira y Catalina Columba, apellido que, puestos a conjeturar, se puede tomar por la forma fe­menina de Colombo.

Pues si tenemos en cuenta que en la familia tradicional de Colombo se mencionan los nombres de Domingo, de Blanca, de Bartolomé y de Cristóbal, tenemos dos familias Colón en Génova y en Pontevedra a la vez, y en ambas los mismos nombres…

La madre del Colón genovés se decía Susana Fonterosa o Fontanarubea, que es lo mismo puesto en italiano, hija de Jaime o Jacobo o Jacob. Y da también la casualidad que en Pontevedra existía la familia Fonterosa, a la que pertenecieron un Benjamín y un Jacob hacia 1436. Estos nombres suenan a judío, y también huele a ello el nombre de la genovesa Susana, hija de Jacobo… Otra vez dos familias sospechosas de judaismo con los mismos nombres en Génova y en Pontevedra!

Son muchas coincidencias, tanto en la línea paterna como en la ma­terna, para ser casuales.

Hasta aquí el descubrimiento del Sr. García de la Riega, divulgado en su libro Colón español; algunos indicios más apuntó; pero los pon­dremos, por ser de la misma especie, con los del campeón que salió tras él a romper lanzas en pro de la nacionalidad española.

El cual fué D. Rafael Calzada, ex director de El Diario Español, de Buenos Aires, que, primero en una conferencia pronunciada en la Asunción del Paraguay y después en un libro, añadió no escaso peso a las razones anteriores. Tan insinuante es su lectura que, acabada, si no se vota al Colón gallego, a lo menos se abstiene uno de votar al italiano; no hay, es cierto, argumento que apodícticamente concluya; pero las conjeturas, los indicios, las explicaciones probables, las únicas probables, dice él, se amontonan, y con su mole hacen tal fuerza que cuesta trabajo no ceder.

Si Colón no era gallego de Pontevedra, ¿qué razón hay para su no­ticia y afición de las cosas gallegas y más concretamente de la tierra y ría de Pontevedra, que jamás habría visto? Porque la primera nave en que cruzó el mar tenebroso fué La Gallega, rebautizada con el nom­bre de Santa María. La Gallega apellidó a otra nao suya en su segun­do viaje, y La Gallega o El Gallego es otro de los carabelones del cuarto y último. San Salvador fué la primera isla descubierta, y nota el Sr. Calzada que de los doscientos y pico pueblos que en España tienen ese nombre, descontados los posteriores a Colón, sólo uno se encuentra fuera de Galicia o Asturias; porque añadir el San al Salvador es casi privativo del Noroeste. Otro tanto se diga del río San Salva­dor, descubierto pocos días después de la isla. Ya es insistencia, que se entiende con sólo recordar la heredad aquella de Cristobo Colón, radicada en la aldea de San Salvador, junto a la ría de Pontevedra, donde también existía y existe la bahía de Porto Santo; y Porto Santo apellidó el descubridor una bahía de la isla Juana, cuya descripción hace con cariñosa morosidad. A otra de las islas que le salieron al paso deno­minó asimismo La Gallega; a un promontorio de La Trinidad, La Galea, y Galea se llamaba un cabo del islote de Ons en la salida de la mencio­nada ría, y eirado da Galea un trozo de playa allí mismo, lindante con la casa que fué de Domingo Colón; Punta Lanzada a una punta al N. E. de la isla de la Tortuga, y Punta Lanzada es una punta precisamente en el mismo rumbo a la salida de la ría de Pontevedra, y sólo conocida por los pescadores de allí, pues no figura en las cartas de marear.

¿No es extraordinario que no se le ocurriera buscar nombres para sus descubrimientos ni en las demás regiones de España ni en Italia, y se le vinieran a las mientes tantos nombres gallegos?

Una sola excepción hay: la isla denominada Saona; pero ni consta que se lo llamara el Almirante, que enfermo interrumpió en aquel punto su Diario, ni, aunque constara, sería más que una excepción, buscada acaso para colorear su pregonado origen genovés.

Otras consideraciones trae el Sr. Calzada de coincidencias geográ­ficas, fisiológicas y morales, que, en su sentir, retratan al gallego en el navegante, entre ellas el carácter receloso, litigante y prevenido de Colón, los embrollos en que envolvió su nombre, que escribió por lo menos de cinco maneras: de Colón, Colón, Colom, Colomo y Colombo pero todas entran como peones de ayuda más que como piezas de ataque, y en gracia de la brevedad las omito.

No puede hacerse lo mismo de su otro argumento para derrocar el italianismo de Colón; y es que éste no sabía la lengua del Petrarca.

En efecto, sus escritos, aun los más íntimos, como las cuentas de gastos; aun los de uso personal suyo, como las acotaciones puestas al margen de los libros (de que se conservan algunas en la Colombina), todos están o en castellano o en latín. Es más: escribiendo a Italia y a quien no sabía castellano, lo hace en romance, y encarga a su amigo Nicolao Oderigo sirva de intérprete: «El suplimiento del viaje en esta letra para que le deis a Micer Juan Luis con la otra del aviso, al cual escribo que seréis el lector y intérprete de ella.» ¿Podrá nadie persua­dirse que se buscaba aposta, pudiéndoselos ahorrar, esos menesteres de intérprete, y que pudiendo llevar a Micer Juan por el camino liso y llano de su lengua materna tuviera el humor de meterlo en los tro­pezones de una traducción? ¿O es que había olvidado la lengua que mamó con la leche y ejercitó hasta la virilidad?

Don Simón de la Rosa y López, bibliotecario de la Colombina, des­cubrió en 1891 un autógrafo italiano de Colón; es como sigue: «Del ambra es cierto nascere in india soto tierra, he yo ne ho fato cauare in molto monti in la isola de feiti bel de ofir bel de cipango, a la quale habió posto nome spagnola, y ne o trouato piega grande como el capo, ma no tota chiara, saluo de chiaro, y parda y otra negra, y vene asay.»

Son sesenta y una palabras: de ellas—dice el Sr. Calzada—caste­llanas veintidós, tres castellanas e italianas y dos latinas; en las italianas hay tales disparates de concordia y ortografía que ningún italiano me­dianamente culto los amontonaría. Lo de la ortografía no tiene mucha fuerza; era muy mala por entonces en Italia y en España; y para juz­gar del lenguaje sería preciso conocer el que entonces se estilaba en Génova por la gente de mar. Dejo, pues, al Sr. Calzada la responsabi- lidad de sus aserciones.

En cambio su pluma, la de Colón, corre por el castellano con lim­pieza y soltura, que en ocasiones se acerca mucho a la elegancia artís­tica, cuando su alma se siente empapada por la emoción, como en la pintura de ciertos paisajes y en los arrebatos de sus profecías; su voca­bulario es rico y muy ajustado; las incorrecciones en que tropieza ni son- mayores ni más abundantes que en cualquier otro escritor no literato.

Y   pregunta el Sr. Calzada: «¿Cuándo pudo Colón asimilarse el cas­tellano de esta manera? ¿Mientras cardó lana y atendió a su taberna ere Génova? ¿Mientras residió en Lisboa, donde no se sabe que haya tra­tado a ningún español? ¿A bordo de los barcos italianos en que fué corsario? Imposible, imposible, imposible. Quien así escribía aprendió el castellano en España, y no viejo ya, porque en edad madura no se aprende ningún idioma con perfección, y menos con la necesaria para poder versificar en él. He aquí, como prueba, la última estrofa de su. trova, glosando el Memorare novissima tua:

In aeternum gozarán los que lo bueno abrazaron, y así mismo llorarán, porque continuo arderán los que la malicia amaron; y pues siempre se agradaron del mundo y de sus cudicias de las eternas divicias para siempre se privaron.»

Ni cabe admitir la explicación del argentino Dr, Carbia, que Colón- redactaba sólo las minutas o borradores, que un amanuense sacaba des­pués en limpio papel y limpio estilo. Hay pruebas de sobra para demos­trar que muchos de sus escritos salieron directamente de su mano (i); y lo confirma Las Casas en el capítulo 151 de su Historia, al trans­cribir un retazo de una carta a los Reyes: «Estas son sus palabras, puesto que defectuosas cuanto a nuestro lenguaje castellano, el cual no sabía bien». Esta última afirmación no se desprende cierta­mente del trozo copiado: de fijo que la mayor parte de los nacidos y criados en Castilla de entonces no lo redactaba ni mejor ni tan bien.

(1)   «A Diego Méndez da mis encomiendas, y que vea ésta. Mi mal no con­siente que escriba salvo de noche, porque de día me priva de la fuerza de las manos… Dile que no le escribo particularmente por la gran pena que llevo ert la péndula…, etc.» Son palabras de Colón.

Reciente está aún el tercer libro España, Patria de Colón, por don Prudencio Otero y Sánchez (1922), resumen y confirmación de los an­teriores, con nuevos documentos extraídos de los archivos de Ponteve­dra, en los que aparecen los Colones desde 1490 a 1775i debían ser acomodados y píos, pues levantaron a principios del siglo xvi una ca­pilla en la iglesia de Santa María de Pontevedra y el crucero de la pa­rroquia de San Salvador de Poyo, en la aldea de Porto Santo, enfrente de la casa en que, según la tradición, nació el rapaz que descubrió las islas.

Si se admiten las teorías y sus consecuencias en estos autores des­arrolladas; si Colón no era genovés ni italiano, sino gallego, de un so­plo se desvanece la cerrazón que enturbia los primeros años del Almi­rante; se da con el hilo que guíe en el laberinto por él propio fabri­cado en derredor de su cuna; hay razón de ser en las contradicciones de sus testimonios, que de otra manera semejan dichos adrede para desorientar a los historiadores. Colón sabía el castellano porque lo aprendió de muchacho, y con derecho lo pudo llamar nuestro romance. Colón repitió en las tierras, que del mar surgían a su vista, los nombres de la ría en cuyas playas ensayó sus aficiones marinas. Colón se dijo, cuando aún no se le había ocurrido la farsa de Génova, al presentarse a fray Juan Pérez, en la Rábida, natural de estos reinos, en los cuales ja­más se naturalizó, como hicieron otros extranjeros, Magallanes, Vespucio. Colón no sabía del italiano sino la algarabía que se aprende a bordo en la edad madura, etc.

Pues, ¿por qué, si el ser español más parecía favorecerle en sus pro­yectos, se pregonó extranjero y genovés?

Porque tenía graves motivos para despistar del rastro que llevase a su origen; esos motivos, enigmáticos para los italianistas, son tras­parentes con los documentos gallegos delante. Si Colón, por su madre era Fonterosa, y los Fonterosas se llamaban Abrahán, Jacob, Benja­mín…, el aventurero llevaba sangre hebrea, y esa sangre manchaba cualquier estirpe y oscurecía cualquier empresa. Aun no se había de­cretado la expulsión de la raza; pero ya se cernía sobre ella la nube, y bien negra, cuando Colón, pobre y desvalido, apareció en la corte. Y

 

aunque no fuera judío, le bastaba ser gallego para recelar acogida me­nos favorable, por la oposición que aquel país hizo al entronamiento de Isabel. Si con la falsa carta de naturaleza en la mano, escogida de la ciudad cuyos marinos gozaban de más renombre, golpeó en vano tan­tas puertas, ¿cómo se le iban abrir las de los Reyes Católicos ante la verdadera?

Así se entiende por qué no quiso legitimar a su hijo natural, como ni sus hermanos a los suyos respectivos, para ahorrar averiguaciones enojosas; así se entiende que su familia de Génova no diera señales de vida, ni él tuviera trato con ella, y eso que dicen vivía aún su padre; ni le nacieron parientes pobres, séquito forzoso de los encumbrados de golpe, porque la tal familia no existió sino en los papeles. Hernando Colón dice que buscó rastro de ella en la Liguria, y sólo dos viejos cen­tenarios decían ser deudos; a fines del siglo xvi vinieron a reclamar derechos; mas era tarde, y no pudieron probarlos; ni se les hubiera ocurrido el parentesco sin los dichos de Colón. Así se entiende tam­bién que la República de Génova no tuviera un recuerdo ni una pala­bra para aquel su hijo ilustre, ni reclamara su legado, ni se acordara de él más que de un labriego perdido en los llanos de la Mancha.

He procurado resumir los argumentos de más novedad y fuerza en los alegatos pro Colón gallego, no todos ni aquilatados, porque sería el cuento de nunca acabar. Que la tienen, es indudable; y que no se podrá prescindir de ellos cuando de la patria de Colón se trate, tam­bién. Ahora, que esa fuerza sea arrolladora es harina de otro costal.

Recias disputas y espesa polvareda se han levantado alrededor de la bandera gallega, aclamándola unos como legítima, denostándola otros como revolucionaria. Los nombres de los principales galleguistas pueden verse en la obra del Sr. Calzada; casi todos son españoles o americanos; de los extranjeros, los más dignos de mención son el eru­ditísimo portugués Teófilo Braga, y la Hispanic Society of America. Pero también allí pueden verse los impugnadores, y son legión tam­bién en los mismos países; las naciones de Europa apenas han tomado en cuenta el hallazgo, con evidente injusticia, pues sea o no verdad, no se presenta tan desprovisto de razones que merezca se le dé con el pie; hipótesis más endebles se han discutido.

Tienen los documentos de Pontevedra en contra suya una tacha, siempre, pero más en estas materias, vialignantis naturae, que pone en guardia a la suspicacia: ciertos toques y señales de raspaduras, los retoques obra inconsiderada del Sr. de la Riega, para avivar los trazos de letras desvaídas y facilitar su reproducción fotográfica, como él lealmente lo confiesa; también se nota que una mano distinta de la que redactó el documento añadió nombres propios. De probarse las en­miendas o añadiduras sustanciales, mal año para el descubrimiento; no se han probado definitivamente, porque no se han examinado de visu los originales por autoridad oficialmente reconocida.

Los impugnadores que más recios golpes han descargado contra la opinión gallega son los Sres. Serrano y Sanz y Altolaguirre, ambos competentísimos en achaque de investigaciones históricas: el primero se funda en las sospechas de falsificación (i); el segundo, en la autori­dad, para él incontrovertible, de los documentos italianos de la Raccolta, publicada por la Real Comisión Colombina en el cuarto Cente­nario del descubrimiento de América. De su autenticidad no caben dudas, porque son actas notariales, y datan por lo menos de 1429. De manera que si los documentos de Pontevedra fueran verdaderos, no habría más remedio que admitir la coexistencia de las dos familias, y con los mismos nombres en los dos países; la casualidad, pues, nada probaría, y si por desecharla se desecha alguna de las dos familias, no puede ser la genovesa, porque de que ésta existía allí mucho antes de que naciera Colón no se puede dudar… Y concluye ad hominern: «¿Admiten los partidarios de las teorías del Sr. García de la Riega que el Almirante fué hijo de Domingo Colombo y de su mujer Susana Fontanarubea (la Fonterosa gallega), que figuran en las actas notariales de Italia? Pues entonces tenemos que renunciar a establecer parentesco alguno entre el gran navegante y los Colones de Pontevedra, porque las actas notariales demuestran, de una manera que aleja toda duda, que aquella familia estuvo desde antes de 1429 establecida en Italia, sin faltar de allí tiempo digno de mención. ¿No admiten que el Almirante perteneció a esta familia, y sí a los Colones de Pontevedra? Pues en­tonces huelga en la obra del Sr. García de la Riega cuanto dice refe­rente a los Fonterosas en Galicia, pues una vez recusadas las actas ita­lianas, ningún dato tenemos de quién fué y cómo se apellidó la madre de D. Cristóbal Colón» (2).

El argumento no tiene vuelta dé hoja contra el Sr. de la Riega, o mejor dicho contra sus conclusiones trabadas; pero deja una escapato­ria para los que se asen a parte de ellas, a las principales; y desamparando la posición de la línea materna, se encastillan en la de los Colo­nes, y de las mismas actas notariales genovesas hacen armas.

 

(1)   Revista de Bibl., Arch. y Mus., marzo-abril de 1914.

(2)   Ibídem, tomo 72, págs. 200-224 y 522-551.

 

Se las ha dado, y muy templadas, el Sr. Beltrán y Rózpide en su folleto Cristóbal Colón y Cristóforo Colombo, del que van ya dos edicio­nes; en él demuestra, ateniéndose a las fechas de los documentos de la Raccolta, que estos dos personajes, el lanero de Génova y el atrevi­do navegante, no pueden ser la misma persona, y por consecuencia que el origen del Almirante debe buscarse en otra parte, no en la repú­blica ligur, o a lo menos no en las famosas actas notariales.

Su raciocinio se compendia en pocas palabras: Cristóforo Colom­bo, hijo de Domingo, en 31 de octubre de 1470 tenía más de diez y nueve años, como lo reza una escritura en que se declara deudor de cierta cantidad por una partida de vino; luego había nacido antes de I45I- Cristóbal Colón, el descubridor, escribió al Príncipe D. Juan en 1500: «Siete años se pasaron en la plática (solicitando el concierto con los Reyes Católicos) y nueve ejecutando- cosas muy señaladas y dignas de memoria»; o sea que entre los preliminares y los descubri­mientos llevaba diez y seis años largos sirviendo a España, o como él propio dice, «ya son diez y siete años que vine a servir a estos prínci­pes en la empresa de las Indias». Ahora bien: las capitulaciones con los Reyes se firmaron en abril de 1492; descontados los siete años de tanteos, se saca que vino a Castilla hacia 1485, meses más o menos. Por otro lado, nos dice él propio que vino de veintiocho años. Luego legítima es la conclusión de que nació hacia 1457- Luego en 1470 ten­dría trece años. Luego no puede ser el otro Cristóforo de quien enton­ces certificaba el notario tener más de diez y nueve. Aunque suponga­mos un par de años a un lado o a otro de las fechas dadas por el Co­lón descubridor, por descuido en el precisar, la diferencia es tan grande que no consiente establecer la identidad de las personas.

 

Ni se debe omitir que las actas de Génova siempre nos hablan de un Colombo pelaire o tabernero; y es inexplicable que ése mismo, ape­nas aparece en España, esté convertido en un navegante tan práctico y tan versado en las ciencias marinas como fué el que, se atrevió, y con fortuna, a lanzarse al mare tenebrosuvi y arrancarle sus secretos seculares. Encajan muy bien aquí las palabras de su hijo Fernando, aunque dichas a otro propósito: «La misma razón manifestaba que un hombre que desde que nació estaba trabajando en algún Arte manual u Oficio mecánico, había de envejecer en él para saberle perfectamen­te, i no andando en su mocedad por tantas tierras como anduvo, ni podría aprender las Letras ni tanta Ciencia como el Almirante tuvo, como están publicando sus obras, especialmente en las quatro Ciencias principales, que se aprenden para hacer lo que él hizo, que son Astrologia, Cosmographía, Geometría y Navegación» (i).

Los partidarios de la opinión gallega deben estar agradecidos al señor Beltrán y Rózpide que tan oportunamente devolvió la piedra contra ellos lanzada.

Claro está que ha habido réplicas y contrarréplicas, y explicacio­nes por ambos bandos a las dificultades e incongruencias que aquejan a las dos teorías: desmenuzarlas y aquilatarlas y dar sentencia exige demasiado tiempo y más páginas de las que caben en un artículo. Lo esencial de todas, que he procurado exponer con fidelidad e imparcia­lidad, viene a parar en lo dicho.

Un compendio acabado y sesudo de la cuestión acaba de publicar el erudito D. Abelardo Merino en su folleto El problema de la patria de Colón, Madrid, 1922, que me ha servido sobremanera para hilvanar estas páginas. El Sr. Merino es partidario de Colón italiano, porque no ve manera de soltar las dificultades que ofrecen los documentos de Génova, y porque no se fía de los hallados en Galicia.

El examen crítico de éstos en los originales puede rematar por uno u otro lado la contienda. Los galleguistas han pedido a las Reales Aca­demia de la Historia y Sociedad Geográfica que designaran una Comi­sión para ello; ambas Corporaciones, por motivos muy atendibles, se niegan a ir, y desean se los envíen a Madrid para el examen, a lo que también se han negado los de allá.

C. Bavle.

(i) Vida del Almirante, cap. II.

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