Revista Educación

Colorado

Por Juancarlos53
Colorado

Comer en el campo le encantaba. De muy joven siempre era su madre quien, tras acercarse a buscarla, se la ofrecía a él y a sus hermanos para disfrutarla todos juntos. A él lo llamaban Colorado por la mancha que, pasando por su ojo izquierdo, le cruzaba la cara desde la frente hasta la barbilla; a su madre, atractiva hembra juncal y jacarandosa, desde siempre se la conoció en el grupo con el sobrenombre de la Andaluza. La llamaban así por su carácter, difícil de doblegar, y por su gracia al moverse que parecía que caminara bailando. Yo pienso que el apodo le iba como anillo al dedo pues jamás conocí otro ser menos remiso a ceder, a mostrarse sumiso ante los demás,  especialmente si eran del sexo contrario. En el grupo de amigos cuando la veíamos con todos los suyos, a los que cuidaba como si le fuera la vida en ello, nos admiraba la solicitud con la que se entregaba. Con Colorado era una madre dedicadísima, le dio de mamar hasta que él se lo pidió;  es más, fue él quien decidió alejarse de las tetas de su madre y no al revés, como suele suceder.

El comportamiento de Andaluza con quienes se le acercaban era desabrido de suyo. Como es lógico, nunca se lo oímos expresar, pero muchas de las veces su actitud con éstos era la de aquel o aquella que exclama eso de «a mí no me torea nadie, habráse visto». Esto lo pude comprobar en más de una ocasión; en realidad, ella se mostraba brava siempre que, bien en grupo o individualmente,  era tentada por aquellos que pretendían conocerla mejor, saber más de ella, intuir a su través la manera de ser de sus hijos. Demasiado cerril, decíamos mientras nos mirábamos los unos a los otros, no sé yo qué futuro le espera si no modifica adecuadamente su comportamiento.

Aunque en Andaluza muchas cosas eran criticables, desde luego su prole no se contaba entre ellas. De todos sus retoños, Colorado pienso que fue su favorito, al que más protegió y defendió cuando sus hermanos o compañeros de grupo lo agredían o decidían apartarlo de sus juegos o correrías. No sé cómo lo logró, pero Andaluza se las ingenió para que su jefe se fijase en Colorado más que en los otros.

Que Emeterio sentía predilección por el consentido de Andaluza fue visible para todos desde el primer  momento. Quizás fuera la nobleza, el buen talante y la magnífica figura de éste lo que le animó a llevarlo de fiesta por los pueblos que las celebraban. Hay que ver lo mucho que Colorado disfrutaba con el corre-que-te-pillo u otros juegos semejantes que practicaba con los niños y el mocerío de esas localidades. Pasaban el día así; luego, cuando el sol caía y las plazas se vaciaban,  Emeterio y Colorado se recogían en su vehículo de motor y, cansados como estaban, regresaban a casa.

Si mucho disfrutaba Colorado en los pueblos, es de ver lo contento que se ponía cuando en el campo cercano a la casa, corría junto a sus hermanos y compañeros. Acumuladas llevaba consigo esta felicidad y experiencia cuando un día, en una de esas festivas carreras populares resbaló, derrotó y topó en tablas haciéndose un daño tremendo. Los chiquillos a los que perseguía aprovecharon ese instante suyo de debilidad y cansancio para echarse sobre sus espaldas, lo que le hizo sentirse feliz y contento. Sin embargo, una vez en que por las calles de un pueblo en lugar de perseguir a chicos y mayores él era el perseguido y decidió pararse y volverse, la cara de susto que vio en sus perseguidores le dio a entender que algo no era como él creía que era. Se asustó.

Pese a esto, le agradaba la sorpresa que generaba en los demás con su detención y cambio de sentido. Cuando tal movimiento efectuaba el tiempo parecía suspenderse, la palidez se apoderaba del rostro de todos menos del suyo, claro. Esos días hay que ver lo mucho que se divertía. Colorado se lo pasaba en grande, pero no llegaba a comprender el motivo del miedo que generaba ese inocente desplazamiento suyo en las personas con quienes jugaba. ¿Sería esa mancha colorada que le cruzaba la cara la causante de tal temor? Lo dudaba, pero era evidente que, sin ser consciente de ello, algo había en él que asustaba. Decidió cambiar.

A partir de entonces, Colorado modificó su conducta. Ya no correteaba como un tonto persiguiendo personas, ahora se paraba junto a ellas y como prueba de afecto procuraba acercar su cabeza a la de ellos. Sorprendentemente esta demostración de cariño y de compañerismo era recibida por la concurrencia con chillidos  y un ¡¡Cuidado!! que tampoco llegaba a entender. Empezó a sentirse un extraño en ese ambiente, ya no disfrutaba como antaño, por ello se acercaba a Emeterio y sin mediar palabra le pedía volver a casa. Al llegar allí, corría a refugiarse junto a su madre que, bien lo sabía él, era el único ser de este mundo que lo comprendía y entendía lo que pasaba por su cabeza.

Un día, unos hombres a caballo llegaron hasta donde Colorado estaba; lo buscaban para deshacerse de él. Emeterio había comentado con ellos su comportamiento y eso supuso el principio del fin. Colorado fue apartado de Andaluza y de sus hermanos, pasó junto a otros cinco compañeros la noche en un feo departamento que, como era verano y hacía buen tiempo, carecía de techo; al día siguiente lo encajonaron y en un camión fue trasladado a la ciudad. Esta vez no viajaba con él Emeterio, su jefe y hasta ese momento —así lo creía él, al menos—muy buen amigo; tampoco el destino era un pequeño pueblo en fiestas. No, ahora iba encajonado, aislado de los otros cinco, camino de una gran ciudad donde los afectos, eso ya se sabe, están más escondidos o simplemente brillan por su ausencia.

Al llegar el transporte al lugar de destino, Colorado y sus cinco acompañantes fueron desenjaulados, al día siguiente sorteados y finalmente confinados en un cobertizo anejo al albero. Quedaba un día para mostrar en esa ciudad el genio, estirpe y bravura que se les suponía a la media docena de ejemplares que protagonizarían el festejo del Corpus Chico. Colorado había quedado en el sorteo como segundo del lote correspondiente a un joven recién llegado de apenas dieciocho años, vamos, casi un niño. Cuando le llegó el turno, Colorado entró en la plaza tranquilo, sin correr; sabía por el conocimiento adquirido durante los dos años anteriores que lo mejor era llevarse bien con las personas, corrieran delante o detrás de él. El chico vestido de luces y con cara de miedo que se puso ante él despertó en Colorado lo más parecido a un colosal sentimiento de cariño. Lo manifestó como él sabía, o sea, se acercó a él, cabeceó, intentó lamerle el rostro…

Los silbidos y los pateos surgieron de tendidos y andanadas como si algo tremebundo estuviese sucediendo. Todo el público esperaba que la suerte de varas metiese en vereda a ese Colorado que parecía no tener ninguna gana de ser toreado. Era evidente que la genética materna se revelaba, quizá de modo algo equivocado, en el joven novillo. El picador lo citaba desde su puesto, los subalternos intentaban ponerlo en suerte, caballo y caballista se movían hacia adelante y hacia atrás para ver si el morlaco se arrancaba y decidía entrar al castigo. Pero no, Colorado no era agresivo; Colorado era un ser vivo que gustaba del juego, de la fiesta cuando ésta era sólo eso, fiesta sin ninguna sangre; y Colorado no iba al caballo, Colorado se alejaba correteando hacia las tablas donde el peligro no existía.

Colorado

El presidente desde el palco presidencial sacó pañuelo de color blanco acompañado seguidamente del de color rojo, el color de la sangre. Emeterio en esta ocasión actuaba de asesor de la máxima autoridad de la Fiesta. Él sabía lo que significaban esos dos pañuelos, en especial el segundo. Saberlo no siempre equivale a compartir el alcance de ello. Lo que de verdad él sabía es que su buen amigo Colorado no lo merecía. El utrero, por su parte, no supo identificar el castigo que escondía ese pañuelo rojo. Lo conocería en carne propia, pronto sabría que la bondad y el trato amigable no siempre reciben premio; en su caso, todo lo contrario. Entendería que a quien no entra por el aro, a quienes deciden ir a su bola en pleno ejercicio de su libertad, a quienes no se atienen a lo estrictamente establecido, a los indisciplinados, a los injustamente considerados cobardes… se les castiga de manera brutal. Eso significaron para Colorado esos dos hermosos y desganados pañuelos: banderillas negras, banderillas de fuego. Tremendo castigo.


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