Edición: Viena, 2009 Páginas: 248 ISBN: 9788483305508 Precio: 17,79 € Nota sobre la edición: este ejemplar —una magnífica traducción al catalán de Josep Maria Pinto— recoge la primera parte de la novela Por la parte de Swann (también conocida como Por el camino de Swann), con la que se abre la célebre En busca del tiempo perdido, que consta de siete volúmenes. La editorial Viena ha optado por dividirlos en doce, de los que hasta el momento ha publicado tres. Por lo tanto, lo que reseño a continuación es solo el texto correspondiente a Combray, no Por la parte de Swann en conjunto. Si sois catalanoparlantes, os recomiendo esta versión porque el lenguaje es del catalán actual y resulta más asequible que la que se publicó en los años noventa (tuve la oportunidad de compararlas en la biblioteca). Por el contrario, si no sabéis catalán, tendréis que buscar Por la parte de Swann, ya que creo que en castellano no se ha publicado Combray por separado. *** En la era de la inmediatez en la que vivimos se corre el riesgo de entender la literatura como un simple pasatiempo, un entretenimiento fácil que puede ponerse en práctica en cualquier momento y lugar, sin exigir una gran concentración por parte del lector. En efecto, en ocasiones los libros son eso: distracción pura. No obstante, todavía tenemos a nuestro alcance novelas que requieren una mayor atención, obras para lectores curtidos que no se asustan ante las subordinadas interminables y aceptan con gusto el reto de leer un texto que invita a la reflexión. Combray (1913), con la que arranca la vasta En busca del tiempo perdido (1913-1927), pertenece a este grupo y consolidó a Marcel Proust (París, 1871-1922) como uno de los escritores más innovadores e importantes del siglo XX. Hijo de una familia acomodada, Proust siempre fue de naturaleza enfermiza y después de la muerte de sus padres se dedicó casi en exclusiva a la redacción de esta obra, que se tuvo que costear él mismo después de ser rechazada por Gallimard. Con el segundo volumen, A la sombra de las muchachas en flor (1919), la editorial rectificó y acabó ganando el prestigioso Premio Goncourt. En busca del tiempo perdido tiene un significativo sustrato autobiográfico, y Combray es la parte que recrea la infancia del autor, cuando veraneaba en casa de su abuela, en la localidad que da nombre al libro. Sin embargo, la obra no tiene la voluntad de ser una crónica o unas memorias, sino que profundiza en un yo íntimo, reflexivo y sensorial, lo que se conoce como «autoficción». De este modo, sabemos que el narrador es un Marcel Proust niño, pero nunca se describe a sí mismo (nombre, edad, aspecto) porque el protagonismo recae en una dimensión más profunda del ser humano: la mente, los recuerdos que hilvana. Lo mismo sucede cuando se centra en los hechos o en otros personajes, como los miembros de su familia o el enigmático Swann: todo queda supeditado a las reminiscencias, los pensamientos, el extraordinario uso del lenguaje. Un ejemplo perfecto del triunfo de la forma sobre la trama. Como consecuencia, la historia no sigue un orden causal, sino que las ideas se enlazan a través de las experiencias sensoriales, como en el conocido fragmento de la magdalena, en el que a partir del recuerdo de un sabor el narrador se adentra en ese ambiente de la casa de verano; la evocación de algo concreto le abre las puertas para seguir recordando más escenas que presenció durante su niñez. Los juegos de la memoria, al igual que el estado de vigilia, son una clave de la narración de Proust: no todo se cuenta de forma precisa, se reproduce el momento en el que uno no logra recordar todo con exactitud y los pensamientos surgen de forma involuntaria, relaciona unas acciones con otras y, al final, el discurso resultante es mucho menos directo que en una novela de estilo convencional, aunque al mismo tiempo también resulta mucho más sugestivo, un relato hermoso, cargado de una intensidad difícil de olvidar. A propósito de los recuerdos de infancia, Combray no solo se caracteriza por las escenas costumbristas, sino por el descubrimiento del arte y la literatura. El joven Proust disfruta del placer de la lectura con las novelas de George Sand y observa con admiración la iglesia del pueblo; sus apreciaciones son siempre muy personales y sentidas, sin entrar en el análisis formal. Este tipo de reflexiones hacen que su obra se pueda considerar metaliteratura, razonamientos que brotan en la trama misma. En general, lo que me llevo de estos y otros recuerdos de Proust es el convencimiento de que, a pesar del paso del tiempo y las diferencias socioculturales, hay experiencias que permanecen inalterables y podemos seguir identificándonos con ese muchacho que admira fascinado el campanario o espera que su madre le dé el beso de buenas noches. Para lograr esta narración introspectiva que funde la trama y el narrador en un todo, Proust utiliza frases larguísimas y elaboradas, con muchas ramificaciones y abundantes recursos retóricos, como comparaciones y metáforas. Dedica páginas y páginas a dar vueltas a un solo tema, como una madeja de lana que se desenrolla y luego vuelve a enrollarse para retomar el hilo de lo que estaba diciendo; su capacidad para conectar ideas es realmente impresionante. No utiliza los trucos habituales para crear intriga; el texto es un monólogo interior, puro discurrir de la conciencia, un estilo preciosista, placer estético genuino. Se trata, por lo tanto, de una lectura que puede resultar densa y complicada, para la que hay que estar mentalizado antes de empezar. De todas formas, cuando se conecta con esta escritura, como me ha sucedido a mí, la experiencia de leer a Proust es una delicia, el hallazgo de una forma de escribir exquisita que seguiré con interés en la segunda parte. En suma, Combray va mucho más allá de la novela convencional; junto con el Ulises de James Joyce y algunas obras de Virginia Woolf, es una nueva forma de entender la literatura que, siguiendo a Wagner, concibe el arte como totalidad (este artículo de Antonio Muñoz Molina resulta muy interesante para indagar más en la relación de Proust con la música). Por este motivo, el libro se considera una mezcla de géneros: novela psicológica, filosófica, onírica, poética, tragicómica. Las imágenes que describe Proust valen su peso en oro por muchas razones: el análisis del pasado y la conciencia que tiene el narrador de esas experiencias (cercanos al psicoanálisis de Freud), el preciosismo estético, la subjetividad fulgurante, las observaciones agudas sobre el entorno que relata y, en fin, las extraordinarias sensaciones que es capaz de transmitir al lector con todo esto. Además, cabe destacar que Proust escribe sin pretender moralizar; no busca hacer una crítica de la sociedad en la que vivió, sino profundizar en ese yo tan particular.
Marcel Proust.
En lo que a mí respecta, Proust me ha seducido por completo desde las primeras páginas; acercarme a la memoria de esa infancia perdida a la que todos en algún momento hemos querido regresar ha supuesto un auténtico deleite y sé que en mi experiencia lectora hay un antes y un después tras conocer a Proust. A pesar de su complejidad, he conectado con esta obra maestra de la literatura universal, de la que muchos escritores de ayer y hoy se han declarado deudores. A medida que me conozco más como lectora, me doy cuenta de que siento mucha afinidad por las novelas de tono íntimo y reflexivo, con un gran ejercicio de introspección; y Combray es, probablemente, la muestra más extrema de este tipo de estilo que he leído nunca. Seguiré leyendo el resto de volúmenes, aunque lo haré poco a poco, porque Proust me parece un autor para degustar despacio (de hecho, los libros se pueden leer de forma independiente, al no estar tan centrados en una trama no se tiene la sensación de quedarse a medias). Por supuesto, recomiendo leerlo a quien todavía no lo haya hecho, pero cuidado: es una obra exigente y se debe buscar el momento adecuado. Las fotografías son del Museo Marcel Proust y la iglesia de Illiers-Combray, donde se desarrolla la obra.