Para no perder esta buena costumbre, comparto con ustedes algunas reflexiones breves sobre el Evangelio. Este es el pasaje que quisiera que revisemos hoy:
En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar. Aquel día no me preguntaréis nada.
Quienes siguen la liturgia con alguna regularidad, sabrán que este texto es parte de una serie de pasajes en los cuales el hagiógrafo trata de presentarnos a un Jesús que se despide de sus discípulos, anunciando, además, la venida del Espíritu Santo. Como sabe el cristiano, después de la muerte y resurrección del Señor, eventos que hemos celebrado recientemente en Pacua, Jesús comparte con los discípulos un breve tiempo en el cual, entre otras cosas, se dirige a ellos para darles paz, incitarlos a la perseverancia y, esto es lo que me importa hoy, darles esperanza respecto del Reino que ha de hacerse en la tierra, pero que es solo encuentro pleno cuando nos reunimos con el Padre.
Muchas veces se me ha preguntado, por mi defensa de una teología débil, por mis posiciones poco “ortodoxas” en diferentes materias de orden moral, institucional y teórico dentro del marco cristiano, si en verdad creo. Si me pusiese muy minucioso y filosófico podría decir, como Vattimo, que creo que creo, mas no es esa mi intención. Si miro honestamente las cosas, no puedo dejar de reconocer que creo firmemente en la revelación cristiana y no solo en su dimensión moral que, como recordó hace muy poco Pablo Quintanilla parece una verdad indubitable; creo también en sus postulados metafísicos.
En ese sentido, este pasaje y muchos otros que se han leído en estos días, nos recuerdan eso. Nos recuerdan que el seguimiento de Jesús no es solo entusiasmo por la acción, aunque sea esta fundamental: seguir al Señor es también confiar en sus promesas, creer en sus palabras. Confiar en un mañana que viene, en un encuentro pleno en el que no habrán más dudas, en el que no se harán más preguntas. Esto, por supuesto, tiene sus riesgos, bien denunciados por la crítica de Marx y Feuerbach a la religión, y resumidos con gran belleza en la visita de Juan Pablo II a nuestro país: el hambre que debe saciarse no solo debe ser el de Dios, sino también el de pan. La frase lo dice bien al poner ambas cosas de la mano: ni entusiasmo desorientado por la acción ni contemplación carente de correlato en la praxis.
Quizá como pocas empresas teológicas, la teología de la liberación ha logrado recordarnos con fuerza y con la madurez que sus ideas han logrado a través de más de 40 años, que el fino balance entre mística y profecía es lo que necesitamos en la vida cristiana. Aprender a contemplar en la acción, aprender a luchar por la transformación del mundo sin nunca perder la perspectiva cristiana de vista. Es en el amor inmenso y gratuito de Dios, en ese amor en el que las preguntas se agotan y todo es plenitud, en el que debe inspirarse nuestra praxis. Hoy ese amor es esperanza que se esboza; mañana, como lo promete Jesús en este pasaje, será verdad indudable que acalle nuestras preguntas.
*Imagen tomada de http://chotez.blogspot.com/2010/06/condiciones-para-experimentar-el.html