Revista Filosofía

Comentario de Lucas 11, 1-4

Por Zegmed

Y sucedió que, estando Él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». El les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».

Este es, seguramente, uno de esos pasajes que todos los que tenemos alguna familiaridad mínima con el texto bíblico conocemos. Jesús le enseña a los discípulos el Padre Nuestro, una oración que la tradición de la Iglesia mantiene aún hoy y que constituye una parte central de la liturgia eucarística. Por esa razón, no planeo reparar en el contenido mismo de la oración, a pesar de su obvia riqueza. Me interesa que nos detengamos en la línea previa al inicio de esta.

Señor, enséñanos a orar“, le dicen los discípulos a Jesús. Se trata de un pedido muy breve, pero cargado de hermosura y profundidad. Los que le siguen reconocen su ansia de orar y, a la vez, su incapacidad de encontrar las herramientas adecuadas. Podría asumir uno (no hago exégesis, solo una hipótesis) que el pedido de los discípulos es una consecuencia de la insuficiencia de la ley o, para ser más justos, del modo en que esta les ha sido transmitida por los escribas, fariseos y demás. Quienes entraron en contacto con Jesús habían comprendido ya que esos métodos eran propios de “consoladores inoportunos”, incapaces de dar sentido al ansia profunda de Dios que emanaba de sus corazones después de haberlo conocido. Como ese José María Arguedas que le contaba a Gutiérrez que del Dios liberador no podía reconocerse ateo.

El pedido de los discípulos es sencillo y honesto: ellos reconocen una necesidad de comunicarse de un modo nuevo con el Padre que está en los cielos, pero sienten que no cuentan con los elementos suficientes. Como un niño que no duda en hacer explícita sus demandas porque las reconoce como sus impulsos más naturales, así también los discípulos piden confiados en que deben comunicar sus urgencias, en que su pedido encontrará respuesta.

El otro día, en confesión me pasó algo bastante hermoso que comparto por su valor espiritual. Como saben, vivo ahora en Estados Unidos y mis confesiones, las más de las veces, serán en inglés. Es una experiencia nueva, porque el sacramento de la reconciliación implica una apertura profunda del alma y esto es bastante más complejo cuando la mediación para ello no es nuestro primer idioma. Al finalizar la confesión, el sacerdote me dijo dos cosas muy bonitas. Primero, fue muy generoso con mi manejo del inglés, pero fue lo segundo lo más hermoso y espiritualmente edificante. Me contó que cuando él hacía estudios en Roma tuvo, claro, que aprender otro idioma y, con él, otro modo de expresarse para hablarle a Dios. Como sucede cuando uno aprende un idioma nuevo, nuestra experiencia inicial es muy básica y rudimentaria y, por ende, lo que logra transmitir son emociones y deseos muy elementales: “Señor, te amo; Señor, estoy muy feliz; Señor, gracias; Señor, estoy sufriendo mucho; Señor, me siento solo”.

Aprender a hablarle a Dios con menos poesía y filosofía, hacerlo con más sencillez y honestidad es una meta que los cristianos deberíamos trazarnos. Dejemos que nuestra ansia de Dios nos consuma y que esta nos haga pedir con amor genuino las herramientas para hablarle. Vayamos, como Job, encontrando un lenguaje para comunicarnos con nuestro Padre. Rogémosle al Señor Jesús que Él nos regale las herramientas, pero no tardemos en pedir preocupados por la insuficiencia de nuestras palabras, por lo rudimentario de nuestro discurso. Recordemos que el Señor nos pide que seamos como niños y, quizá, que oremos como niños, como mi confesor del día sábado, como los discípulos.


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