Revista Filosofía

Comentario de Mateo 21, 28-32

Por Zegmed

«Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: Hijo, vete hoy a trabajar en la viña. Y él respondió: No quiero, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: Voy, Señor, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» – «El primero» – le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en Él.

Quisiera solo hacer un comentario breve que tiene que ver con la transformación de la vida a la que nos invita este pasaje. Más allá de las múltiples variables psicológicas de este fenómeno, asunto muy interesante, por lo demás, lo que me parece relevante es que todo verdadero encuentro con el Señor supone una transformación de la vida, lo que solemos llamar en lenguaje religioso, conversión. El seguimiento de Jesús no es cosa de santos ni de inmaculados discípulos que se ponen por encima del resto para pontificar sobre algún saber, sobre alguna conducta moral. Esa forma del seguimiento es una que el Señor desprecia porque termina por alejar a los otros con signos contrarios al verdadero amor, a la verdadera caritas. Por eso los publicanos y las prostitutas tendrán un acceso más sencillo al Reino de Dios, porque escuchando el mensaje se sintieron interpelados por él, porque conociendo a Jesús decidieron seguirlo, cambiar la vida, nacer de nuevo.

Los escribas y fariseos, de ese tiempo y también de este, son duros de corazón y, normalmente, incapaces de convertirse: se creen llenos de prerrogativas religiosas, ellos conocen a Dios y ellos le enseñan a los demás sobre Él. “¿Quién se ha creído ese Juan para decir que nos convirtamos?, parecen decir. ¿No era ese Jesús el hijo del carpintero? ¿Nos va a venir a dar ese Galileo lecciones sobre cómo relacionarnos con los demás y con Yahvé?”. Para estos “hombres de Dios” fue, y es, mucho más fácil pedir que crucificaran al Señor antes que pensar en transformar su vida. Pilato les preguntó si estaban seguros de lo que pedían y ellos respondieron sin asco “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Así de opaco puede volverse el corazón, así de diabólica la certeza espiritual. No en vano recuerda S. Zizek que la religión es tan poderosa que es capaz incluso de volver mala a la gente más buena.

La conversión de la vida no es cosa sencilla. Es un proceso permanente que parte del reconocimiento de nuestras miserias y de la apertura al evento salvador del encuentro con Jesús. Esto, como está largamente estudiado (véase, por ejemplo, The Psychology of Religion, Third Edition: An Empirical Approach, particularmente el capítulo sobre la conversión), no supone una vida sin oscilaciones, sin nuevas miserias o reencuentro con las antiguas; pero supone, eso sí, una apertura permanente a la gracia salvadora de Dios. No se trata de que el cristiano se crea mejor que los demás, ese tufillo aleccionador y muchas veces intolerante de algunos siempre ha generado mi más profundo desprecio; de lo que se trata es de reconocer que somos polvo y ceniza y de dejar, por lo mismo, que el amor gratuito de Dios nos transforme. Solo reconociendo nuestra pequeñez es posible abrir el corazón a quien todo lo puede y todo lo transforma, al que no vino por justos, sino por pecadores, al amigo de prostitutas y publicanos, al Señor Jesús. Esto, por supuesto, vale también para nuestra relación con los hermanos (“¿cómo podríamos amar a Dios a quien no vemos si no amamos al hermano a quien sí vemos?”): no se trata de juzgar a los otros y de sentenciarlos como los mayores violadores de “la ley”, como “pecadores”; lo que debe mover nuestra vida cristiana es un amor como el de Dios, que se entrega gratuitamente a los demás, sobre todo, a aquellos más necesitados y despreciados.


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