Revista Libros
Cuando leí "La sociedad del espectáculo" me quedé absolutamente encantada con las teorías de Guy Debord y su asombrosa lucidez (esto puede comprobarse aquí); pero no sabía que ese libro (tan pequeño, tan eterno) tenía continuación en este que leo ahora, "Comentarios sobre la sociedad del espectáculo", editado magistralmente, como es habitual, por Anagrama.
Estos "Comentarios..." tienen tanta relevancia y aplicación hoy día como los postulados de "La sociedad del espectáculo": sin embargo, se comprenderán mucho mejor habiendo leído antes este último. Los comentarios son mucho menos crípticos y abstractos que "La sociedad...", y mucho más reflexivos. No obstante, fueron escritos veinte años más tarde (1988), con un margen suficiente para observar la pertinencia de las teorías expuestas (en 1967) y su aplicación en la sociedad capitalista. Precisamente, hacia el final de estos "Comentarios..." Guy Debord alude a este hecho de la siguiente manera, autocomplaciente (con razón) y sin ambages:
Me enorgullezco de ser un ejemplo, muy raro hoy día, de alguien que ha escrito sin quedar desmentido enseguida por los acontecimientos; y no digo desmentido cien veces o mil veces, como los demás, sino ni una sola vez. No dudo de que la confirmación que están encontrando todas mis tesis ha de continuar hasta el final del siglo y aún más allá. La razón es sencilla: he comprendido los factores constitutivos del espectáculo "en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero", es decir, encarando el conjunto del movimiento histórico que pudo edificar este orden y que ahora está comenzando a disolverlo.
Este libro que, como decía, reflexiona detenidamente sobre la repercusión de "La sociedad del espectáculo" en la propia sociedad del espectáculo, también aporta una buena cantidad de ejemplos prácticos (sucesos políticos y sociales que pusieron de manifiesto el acierto de sus teorías); también explica el porqué de la redacción inicial de "La sociedad del espectáculo" dentro del ambiente de aquella época (en el marco de la Internacional Situacionista, movimiento del que fuera fundador), e incluso ejemplifica la mala gestión cultural y la depauperación de la industria de la literatura en la sociedad del espectáculo con datos acerca de la traducción de su propio libro:
El trabajo intelectual asalariado tiende normalmente a seguir la ley de la producción industrial de la decadencia, conforme a la cual la ganancia del empresario depende de la rapidez de ejecución y de la mala calidad del material utilizado. Desde que esa producción tan resueltamente liberada de cualquier traza de miramientos para con el gusto del público ostenta en todo el espacio del mercado, gracias a la concentración financiera y, por consiguiente, a un equipamiento tecnológico cada vez mejor, el monopolio de la presencia no cualitativa de la oferta, ha podido especular cada vez más descaradamente con la sumisión forzada de la demanda y con la pérdida del gusto, que es momentáneamente su consecuencia entre la masa de la clientela.
Personalmente, me quedo con esos fragmentos en los que Debord ataca a las clases dirigentes sin concesiones, aludiendo a la falta de valores, de cultura y a la mala gestión política de la que somos víctimas:
El juicio de Fuerbach acerca del hecho de que su tiempo prefería "la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad" se ha visto plenamente confirmado por el siglo del espectáculo, y eso en varios ámbitos en los que el siglo XIX había querido mantenerse apartado de lo que era ya su naturaleza profunda: la producción industrial capitalista. La burguesía difundió el espíritu riguroso del museo, del objeto original, de la crítica histórica exacta, del documento auténtico. (...)El punto culminante se alcanza sin duda con la ridícula fascinación burocrática china de las grandes estatuas del enorme ejército industrial del primer emperador, que tantos hombres de Estado en sus viajes han sido convidados a admirar in situ. Lo cual demuestra, ya que ha sido posible burlarse de ellos tan cruelmente, que ninguno de ellos contaba entre la multitud de sus asesores con un solo individuo que entendiera de historia del arte de China ni de fuera de China. Es sabido que su formación es de otra índole muy distinta: "El ordenador de Su Excelencia no ha sido programado para responder sobre este particular". La constatación de que por primera vez se puede gobernar sin poseer el menor conocimiento de arte ni sentido alguno de lo auténtico y de lo imposible bastaría por sí sola para conjeturar que todos esos papanatas ingenuos de la economía y de la administración acabarán probablemente por conducir el mundo a alguna gran catástrofe, en el caso de que su práctica efectiva no lo hubiese ya demostrado.
Por último, una idea fundamental que por sí sola podría justificar la existencia de este libro: la constatación de la desaparición del concepto clásico del consejo de sabios como formato ideal de gobierno de un pueblo, así como de los grupos de debate e intercambio social y político:
Es que ya no existe el ágora, la comunidad general, ni tan siquiera unas comunidades limitadas a organismos intermedios o instituciones autónomas, a los salones o a los cafés, a los trabajadores de una sola empresa; no queda sitio en donde el debate sobre las verdades que conciernen a quienes están ahí pueda librarse a la larga de la apabullante presencia del discurso mediático y de las distintas fuerzas organizadas para aguardar su turno en tal discurso. No existe ya el juicio, con garantías de relativa independencia, de quienes constituían el mundo erudito; por ejemplo, de quienes antaño cifraban su orgullo en una capacidad de verificación que les permitía aproximarse a lo que se llamaba la historia imparcial de los hechos, o al menos creer que ésta merecía ser conocida. No queda ya ni verdad bibliográfica incontestable, y los resúmenes informatizados de los ficheros de las bibliotecas nacionales borrarán sus huellas con tanto mayor facilidad.
Las sentencias de Debord impresionan por su actualidad y acunan y acompañan en estos (en palabras de Javier Marías) tiempos ridículos.
Aquello de lo que el espectáculo puede dejar de hablar durante tres días es como si no existiera.