Desayunar sushi en el subsuelo de Shibuya, melones de 2mil dólares, locales detenidos en el tiempo, y enfrentar la muerte con famoso pez globo. Estas son algunas de las cosas que les contaremos sobre este tour gastronómico por Tokio con comidas típicas japonesas.
Es nuestro primer día en Tokio. Llegamos media hora antes del inicio del tour a la explanada de la estación de Shibuya: son las 8.30 de la mañana y estamos frente a una docena de enormes edificios blancos con carteles publicitarios grandes como canchas de fútbol 5. Allí, los cruces de calles más transitados del planeta son una coreografía de lo masivo y el apuro. A tal punto que está prohibido fumar en la calle por el riesgo de quemar a alguien.
Frente a nosotros una estatua de Hachiko, un perro que se llena de turistas deseosos de una foto y los obliga a formar una fila. Cuenta la historia que el dueño de este perro de raza akita murió de un ataque cardíaco en su trabajo y su mascota lo fue a buscar a la estación de tren como lo hacía todos los días por nueve años hasta el día de su muerte. Encima los cerezos que rodean la estatua del perro están en flor lo que le da un toque mágico.
Se acerca Miki, nuestro guía de Culinary Backstreets, un flaco de unos treinta y largos, californiano con rasgos japoneses, algo que le da cierta autoridad al momento de hablar de comida nipona. Antes de sucumbir frente a la marea humana vamos hasta el subsuelo de la estación de Shibuya para “desayunar” sushi en Uoriki Kaisen junto a una pareja de australianos y una de malayos. El local está dentro de la tienda departamental Tokyu en el mismo piso del supermercado, y es tan chico como un monoambiente con una barra, tres mesas chicas y una docena de asientos de madera. “Su tamaño es para controlar y mantener la calidad”, dice el guía.
El ingrediente más importante del sushi de Tokio
Detrás de una heladera que sirve de barra los maestros del sushi con delantales grises trabajan sin parar, solo frenan para sonreírle a los clientes. Mueven sus manos con una precisión digna de un cirujano, todo es tan artesanal y automatizado que ver el movimiento de sus dedos se convierte en hipnótico. Cuando tienen toda nuestra atención llega un golpe efectivo: una bandeja del tamaño de una carta de póker con media docena de piezas de sushi en miniatura.
Arriba de los sensei hay carteles con fotos de distintos combos de sushi, sopas y sashimis, más abajo una barra de madera sostiene varias docenas de bandejas. Al costado, una puerta de madera se abre y cierra constantemente, dentro hay dos ayudantes de cocina que asoman la cabeza como si esta estuviese separada del cuerpo. Todo está en japonés lo que lo hace más auténtico en épocas donde todo debe traducirse al inglés.
Sushi de Vieira, pulpo, atún y anguila de mar Sopa de miso con caldo de almejas“El ingrediente más importante del sushi es el arroz, que se tiene que cocinar de manera artesanal y tomar la temperatura del cuerpo”, dice Miki quien aclara que en Uoriki además, le prestan atención al pescado. Vieira, pulpo, atún y anguila de mar, así vamos del sushi más suave al más fuerte para no opacar sabores: todos se deshacen en la boca y activan las glándulas salivales de una manera infernal. Los colores, las formas, el tamaño justo, el sabor perfecto hacen de cada pieza de sushi una obra de arte que se devora en un abrir y cerrar de ojos. Comemos todo con la mano dejando de lado los palillos y mojando la parte del pescado con salsa de soja, caso contrario de desarmaría el sushi y romper esa armonía casi teatral sería un bochorno.
“Aquí el wasabi es original” nos alertan, no como los que mezclan rábano, mostaza y tintura verde. Escuchamos atentos mientras saboreamos la sopa de miso con caldo de almejas, parece que es la cocina en donde los japoneses detienen el tiempo.
Un supermercado japonés: una clínica con más de 35mil productos
La primera parte del tour es una patada karateca directa al mentón, de esas que te dejan con los pajaritos volando. Ya en el supermercado de un blanco inmaculado que parece una clínica de frutas y verduras nos paramos frente a naranjas y melones tan perfectos que da pena comerlos. “En el año 2008 se vendieron dos melones a 2500 dólares cada uno”, nos cuenta el guía mientras aclara que no es cliente de estos supermercados porque son muy caros. Las bandejas de frutillas salen 1000 yenes -10 dólares- y se comen en menos de diez minutos, aquí lo bello se come y es efímero. Tienen tanta importancia estas frutas que se regalan envueltas en papeles aterciopelados como si fuesen verdaderas joyas. Le quise regalar una naranja a Ale y me dijo que prefería un anillo de Swarovski, aquí la occidentalidad me jugó en contra.
Es estos depachika es donde los empleados hacen cursos para envolver porciones de torta que no tienen nada que envidiarle a la pastelería francesa. Si fuese por mi motricidad fina jamás podría trabajar en este supermercado, pienso. A metros un empleado termina un postre cortando una frutilla a la mitad dejándola caer sobre envases que irán herméticos a la heladera. Su mirada y concentración es la de un científico en un laboratorio a punto de agregar un reactivo en un tubo de ensayo, sus guantes de látex, barbijo y escafandra refuerzan la idea de la higiene y seguridad extrema. A un metro la cabeza de un atún del tamaño de un televisor de 40 pulgadas nos mira con ojos brillantes, indicio de frescura. Es más, el pescado es tan fresco y hay tanta rotación que ni siquiera hay tiempo para el olor a pescadería.
“Un renacuajo partido a la mitad es bueno para el Alzheimer”, dice el guía mientras una anciana toma una bandeja con estos bichos que para nosotros son incomibles, lo más parecido a una babosa aplastada. Aquí también comen semen de bacalao al que le dicen shirako, considerado un manjar en sopas o a la parrilla y que está solo reservado para adinerados.
Otra de las curiosidades son las cajas bento -comida para llevar- que tienen figuras plásticas con formas de vegetales entre la comida para agregarle colores verdes o rojos. Antes llevaban bentos a los campeonatos de Sumo, ahora se suma el Baseball, deporte del que los japoneses son fanáticos. Podríamos estar horas en este supermercado, pero hay que seguir el cronometrado tour. Miki teme que se pierdan personas del tour y cada diez minutos nos cuenta -somos seis- y lo justifica al decir que es su segundo tour y que en el primero casi pierde a una pareja de malayos.
Por el hall de la estación de Shibuya pasan dos millones de personas por día, algo así como 30 estadios de River colmados. Claro que son muy pocas las personas que frenan para contemplar “El mito del mañana”, un mural de Taro Okamoto que en homenaje a Hiroshima representa el espíritu humano y la capacidad de volver: un esqueleto deformado por la radiación de una bomba atómica en colores rojos, amarillos y azules. Y la excusa para seguir de largo no es por el tamaño de la obra: 35 x 7 metros que supera en un 50% al largo de una cancha de tenis.
Cerca del mediodía, seguimos al guía hasta el andén para tomar el tren hasta Kichijoji, un barrio que está al oeste de Tokio para probar, entre otras cosas, pez globo, famoso por tener entre sus ojos, ovarios, piel e hígado veneno veinte veces más mortífero que el cianuro. Así, con la adrenalina de comer masitas con Yiya Murano nos subimos al tren.
Kichijoji también es conocido por tener el museo de animé más importante del planeta: el Ghibli, aunque muy cerca de la estación tiene quizás una de sus perlas más ocultas: un local de galletas artesanales de arroz, un viaje en el tiempo al Tokio de fines de la década del 50.
Las galletas más artesanales de Japón
A pocos metros de la estación de tren de Kochijoji se encuentra una de las pocas tiendas de galletas de arroz artesanal de Tokio. Dentro del local el calor del horno es sofocante, y Yukiko, su dueña -que tiene 62 años y parece de 40-, dice que en verano es necesario salir a tomar aire e hidratarse con varios litros de té verde. En la parte de adelante se vende y atrás se fabrica, todo se comercializa por peso y la balanza de varias décadas, firme como una señora bien arreglada brilla por todos lados. Los frascos de vidrio conviven con muebles de madera de un marrón oscuro y cajas floreadas de colores pastel.
En la parte donde se cocina y a un volumen bajo se escucha un partido de baseball en una televisión que desentona con el Japón ultramoderno, es vieja y los colores son pálidos. Al igual que los hornos, las bandejas, las mezcladoras y las espátulas combinan con la tele: el local está por cumplir 60 años.
Probamos senbei picantes, cubiertas con azúcar mezclada con sakura y una saladas con algas. “Hoy estas pequeñas galletas -las señala- son la mayoría industrializadas, las nuestras son artesanales”, dice Yukiko orgullosa, al tiempo que nos muestra fotos de ella en el local cuando era una nena, secando arroz al aire libre o del casamiento de su madre. Yukiko habla muy bajo, tanto que el guía tiene que agudizar el oído para escucharla y traducir. Ahora nos muestra cuanto cambió el barrio con fotos blanco y negro donde hay algo que sigue intacto además del local y es que no hay un papel en la calle. Ahora masticamos tan fuerte que tapamos al comentarista del partido de baseball, solo falta una buena cerveza en lugar del té verde.
Queda una galleta salada en el plato, “mottainai” dice Yukiko, no hay que desperdiciar nada, se come hasta el final. Salimos del local al momento que entran dos chicas, clientas desde hace más 50 años que tienen más de 80 pirulos y van todas las semanas por sus galletas con algas.
Comer pez globo en Tokio
Subimos en un ascensor hasta el tercer piso de un edificio gris que está en la Sunroad, la avenida principal del barrio. “Si comés el tamaño de la cabeza de un alfiler envenenado te morís”, dice Miki mientras se ríe. La pareja de australianos se mira de manera nerviosa, nosotros le seguimos la corriente al guía hasta que nos enteramos de que el veneno de este pez redondo y de ojos saltones es 20 veces más potente que el cianuro.
En la era Edo estaba prohibido comer fugu -pez globo en japonés- porque era una época de paz y no se podía matar a nadie. El emperador tiene prohibido comerlo. Los chefs que lo preparan son de la elite del sushi y están obligados a probarlo y tienen que tener dos certificados del gobierno japonés para diseccionarlo.
Después de un plato con tempura -pescado rebozado y frito- llega el ritual del pocillo de sake con aletas de fugu. Se acerca el mozo intenta prender fuego la infusión y el encendedor falla. Si esto no funciona en Japón todo puede salir mal, pensamos mientras un dato nos tranquiliza: las aletas no tienen veneno, solo los ojos, ovarios, piel e hígado que no es poco. La adrenalina sube.
Ahora sí, la estrella del pequeño restaurante de pasillos angostos y mesas largas: doce fetas de fugu en forma de abanico con un colchón de cebollita de verdeo en el centro. Cortado como sashimis muy finos se puede ver el fondo del plato blanco. Así es como con más historia y mitos que sabor lo probamos sin pena ni gloria: su textura fibrosa es más llamativa que su sabor a nada.
A ver, la próxima vez ante la posibilidad de un último almuerzo preferiríamos una milanesa a la napolitana con fritas. Sin dudas, lo hicimos para contar la anécdota y fantasear con tener la cabeza en una guillotina y que un señor gordo y de ojos saltones juegue a bajarla.
Con la tranquilidad de estar vivos después de haber ingerido pez globo nos pellizcamos y atravesamos un mercado donde se escabulle una rata entre elementos de cocina, algunos salones de té y kimonos rojos, azules y rosas que sirven de anzuelos para turistas. Al lugar que empieza como mercado se le anexan calles techadas donde hay locales de todo tipo, donde se destacan los que venden condimentos y comida al paso.
Habemus carne wagyu
Miki, nuestro guía hace una fila de media cuadra en un puesto callejero del mercado para que probemos wagyu, carne vacuna japonesa. Las personas encargadas del local parecen robots que no pueden parar, no solo en las oficinas trabajan duro. Damos algunas vueltas en círculo y volvemos al punto de origen para tantear cuanto avanzó la fila. Todo sea para ingerir un bocadillo con una de las famosas carnes de lujo que como dato de color recién ingresó en la Argentina en agosto de 2018. ¿Se puede medir la exclusividad? Sí, solo ingresaron 28 kilos.
Media hora después, llegamos al preciado bocadillo de wagyu encebollado extremadamente grasoso que no nos pareció espectacular como lo venden. Sin dudas, nos quedamos con un buen sanguche de vacío de los que venden en los carritos de la Costanera aunque un poco de carne después de tanta comida nipona no estuvo mal.
El rey del miso
A seis minutos a pie de la estación de Kichijoji está Soybean Farm, un local especializado en miso, una pasta hecha con soja fermentada que tiene la versatilidad de según con que se la mezcle o el grado de fermentación que tenga adquiere sabores muy diferentes.
Afuera docenas de personas apuradas por llegar a reuniones, llevar a los chicos a judo o simplemente acelerados porque Tokio te cambia la velocidad. Dentro del local suena una pieza de Jazz y los colores claros de sus paredes y muebles de madera armonizan el boliche. Al fondo del salón hay una barra donde se puede ver la cocina, tan limpia y ordenada que su enorme campana y una docena de sartenes negras colgadas parecen parte de un set de televisión.
“Es una burbuja dentro del caos que es Tokio”, dice nuestro guía. Al mismo tiempo se acerca Suki dueño del local, nos sentamos alrededor de una mesa de madera para empezar con la degustación. Suki tiene unos sesenta años, su sonrisa parece más tailandesa que japonesa y usa una gorra negra. Intenta esbozar algunas palabras en español, dice tango, Messi y Maradona. Aunque al principio es algo forzado, nos cae bien porque el tipo sabe, es el maldito rey del miso, cuarta generación en el negocio desde hace 120 años.
Empiezan a desfilar diferentes platos con miso, un snack con pepino y miso, sopa de miso y hasta cheescake de miso. Suki nos pregunta qué nos parece y nos cuenta que los viernes da clases de salsa. Un japonés todoterreno que además es sommelier de 30 tipos de miso y que se le infla el pecho al hablar del miso katsu, carne de cerdo crujente envuelta en una capa de miso. “No compren miso en el supermercado”, sentencia Suki.
Los vende humo
Desde 1928 en una esquina de Tokio hay un local donde el humo invita a entrar a través de yakitoris, brochettes con las partes del pollo que se imaginen, desde hígado, piel, alita. Dentro del local nadie parece afectado por el nivel de humareda blanca que sale de las parrillas y que va directo a tres tipos que están sentados en la barra. Son pocos los que se preguntan si por la fumata están por elegir a un nuevo Papa.
Apostados en la vereda y con una cerveza helada de testigo, entre la humareda, manoteamos de distintas bandejas ya sin saber si es yakitori de alita, hígado o que carajo sea. Todo se baja con la cerveza, esa es la regla. Increíble que una comida que empezó con las sobras que tiraban de los restaurantes hoy sea tan icónica de la comida callejera japonesa.
Así terminamos una experiencia gastronómica en Tokio donde pasamos de lo bello y lo efímero que significa el arte del sushi, haber creído que desafiamos a la parca con el pez globo hasta que todo se desvaneció como el humo que salía de las parrillas de los yakitoris. Así es comer en Tokio, bello y efímero.
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