Revista Cultura y Ocio
El primo Humbertito, traje de marca y melenita neoliberal cuidada, se empeñó en que fuéramos a celebrar la comida de año nuevo a un famosísimo restaurante de esos de un sinfín de tenedores, recomendado por grandes gourmets nacionales. Por supuesto, pagando a escote. Su hermana Gertrudis aplaudió la idea. Y los demás aceptamos resignados, con esa cara que se te queda cuando te acaban de marcar un gol por toda la escuadra. Nadie tuvo el valor de oponerse. Y el que calla otorga. Y llegó el gran día. Hasta las quince treinta no teníamos mesa y eso que la reservamos con dos semanas de antelación. —Aquí no servimos comidas— nos dijo el maître que nos atendió amablemente nada más llegar—. Nuestra propuesta gastronómica es arte. Tenemos como objetivo tratar con delicadeza los paladares de nuestros clientes, que disfruten de nuestros platos como se disfruta ante la contemplación de un buen cuadro. Cada plato es una joya. Nos ofrecieron la carta de vinos. Todos carísimos de la muerte. Elegimos un Ribera del Duero, cosecha de 2011, por decisión de nuestro primo el entendido. Primero nos pusieron una minúscula porción de algo marrón adornado con brotes verdes que vino a llamarse fraternidad de hortalizas tiernas sobre tempura de yuca tailandesa. Luego vino una deconstrucción de patata pochada con secreto de cebolla y huevo semicuajado, que no era otra cosa que un trocito de algo parecido a una tortilla de patatas. Calculo que de una tortilla entera de cuatro huevos sacarían unas veinte porciones. Después, unos arrugados forúnculos que resultaron uvas estofadas al azafrán con reducción de Pedro Ximénez. A continuación, el plato fuerte de la comida: una especie de sarpullido de carne picada cruda con acompañamiento lateral de un pegote viscoso verde que parecía vómito y no guarnición, y que no recuerdo ahora su denominación dentro de la cocina creativa. No pusieron pan, sino una especie de ridículos colines que comimos con avidez entre plato y plato. Luego, un poco de humo servido en unos vasos largos metálicos tapados con una suerte de cierres herméticos. Era, según dijeron, el enlace perfecto para llegar al final. Para acabar, un surtido de postres, tal vez lo mejor de la comida, consistente en una macedonia de pera y frambuesas flotando en una especie de agua azucarada que pretendía ser almíbar, unas obleas diminutas con hilillos finos de chocolate estilo chapapote y unas minúsculas rodajitas de plátano frito con un poco de miel (una rodaja por cabeza). Y acabó el ágape. Tenía más hambre que cuando empecé. Estuve a punto de pedirme un par de huevos fritos con patatas y pan, pero no lo estimé oportuno. Dije de broma: —El aperitivo ha estado bien, veremos ahora la comida qué tal cuando nos la traigan. La prima Gertrudis me miró con la intención de desintegrarme con el rayo fulminante que salió de sus ojos. El primo Humbertito hizo como si no me oyera. Pensó de mí que era un paleto. Pedimos la cuenta, que pagamos a escote: ciento cincuenta euros cada uno.
A la salida del restaurante, Humbertito no tomó la precaución de mirar hacia el suelo, distraído como estaba en comentar a los acompañantes las excelencias de lo que acabábamos de degustar, y no reparó en una humeante boñiga, tamaño descomunal, que algún perro de dueño desaprensivo e insolidario había depositado recientemente sobre la acera. No sé qué extraña relación hay entre la suela de los zapatos de marca y las mierdas urbanas, que es imposible que puedan vivir separadas. ***** Cuento publicado en La Charca Literaria