De pronto cambiaron. Tenían los mismos ojos pero distinta mirada. Dejaron de sentarse con nosotros en el parque y comenzaron a hacerlo dos bancos más allá, junto a los setos, donde no pudiéramos oírlas. Cuchicheaban al oído. Cuchicheaban y reían escandalosamente, con emergente maldad, sin querer contarnos qué era aquello tan gracioso. Tampoco querían columpiarse alto, ni jugar al escondite, ni comer pipas como siempre solíamos hacer. Solo nosotros seguíamos comiéndolas, bolsa tras bolsa. Daban mucha sed. Cada tarde llenábamos el suelo de cáscaras mientras, inútilmente, tratábamos de descifrar lo ocurrido. Ellas nos miraban de reojo, con insultante indiferencia, y seguían a lo suyo. Ojalá en la escuela enseñasen a leer los labios.
La situación era tan alarmante que mis amigos decidieron nombrarme espía. No aguantábamos ni un minuto más. Repté hacia ellas entre los árboles, cual serpiente. La emoción me poseía y creo que hasta me temblaba el pulso. Justo antes de ser descubierto alcancé a escuchar algo sobre tetas y sujetadores. Al verme se alarmaron mucho y me soltaron un bofetón. Dolió bastante, la verdad. Días después, entre todas, raptaron a mi mejor amigo para preguntarle si sabía dar besos con lengua. No nos contó demasiado, pero regresó extrañamente contento. Aquella fue la última tarde que se dejaron caer por el parque. Las veíamos pasar por la carretera, subidas en las motos de chicos de bachillerato. Según mi padre se habían convertido en mujeres. A nosotros todavía nos quedaban muchas pipas por pelar.