Mi nuevo libro de relatos Koundara está ya
disponible en la web de Baile del Sol.
Su precio es de 9,50 €. Puedes comprarlo pinchando AQUÍ.
La Feria del Libro de Madrid, situada en el paseo de
Coches del parque del Retiro, estará abierta hasta el domingo 12 de junio.
Puedes encontrar Koundara en las casetas
312 y 270.
Este jueves 9 de junio
habrá una presentación conjunta de 18 novedades de Baile del Sol en la librería
Vergüenza Ajena (c/ Galileo 56, Madrid), de 19:00 a 21:00 h. Estaré por allí conociendo a mis compañeros.
Dejo aquí el
cartel:
Por si te interesa Koundara, pero no sabes qué te vas a encontrar al abrir sus páginas
dejo aquí el comienzo del cuarto relato (Koundara
tiene 189 páginas y 7 relatos, así que mis relatos tienden a ser largos):
MAESTRO
Me
digo que lo volvería a hacer y estoy pensando en aquel poema que le oí recitar
a un actor en un concierto. El poema, dijo el actor, está colgado a las puertas
del campo de concentración de Auschwitz. No me lo sé de memoria, pero habla de
un tipo que no se preocupó cuando vinieron a buscar a los judíos, porque él no
era judío, ni se preocupó cuando volvieron a por los comunistas, porque él no
era comunista, tampoco lo hizo cuando se llevaron a los sindicalistas —creo—,
porque él no era sindicalista… Y acaba diciendo «cuando vinieron a por mí ya
era demasiado tarde». De estas últimas palabras sí estoy seguro, porque me helaron
la sangre. Cuando vinieron a por mí ya
era demasiado tarde.
También vinieron a por
mí y de forma involuntaria me acabaron por hacer un favor. Saqué la plaza y
ahora soy maestro de la pública. Mi sueldo ha mejorado, mis horarios, mis
condiciones laborales, todo. Tenía que haberlo hecho antes y por propia
iniciativa; pero al menos me fui con la satisfacción de haber dicho en algún
momento que no, porque sé de otros que dijeron siempre que sí y corrieron la
misma suerte.
Entré en el colegio de
Fuenlabrada gracias a una sustitución. Me llamaron cuando ya había comenzado el
mes de mayo. Una maestra se había dado de baja por depresión y les urgía
encontrar a un sustituto hasta fin de curso. Aunque debería haber dicho, más
bien, que les urgía encontrar a una sustituta.
Soy maestro de infantil y en mi oficio los hombres sufrimos una potente
discriminación sexual. Los colegios (también ocurre en las guarderías, por
supuesto) prefieren a las mujeres para tratar con niños pequeños. Piensan que
los hombres no tenemos instinto maternal o
que no vamos a poder echar una mano a un niño que tiene que ir al servicio, y
siempre se quedan con las mujeres.
Realizaría una
sustitución que no iba a llegar ni a los dos meses, pero no lo dudé y dejé el
trabajo que tenía como reponedor en un supermercado siniestro. Supongo que no
consiguieron encontrar, para cubrir un periodo de tiempo tan breve, a ninguna maestra
interesada, y yo necesitaba ganar experiencia si de verdad quería dedicarme al
oficio para el que me había preparado. Aunque lo que realmente necesitaba con
urgencia era abandonar el supermercado, sus estanterías siempre vacías, siempre
absorbiendo todo lo que yo y otros como yo depositábamos sobre ellas. Un
agujero negro, absurdo y agotador.
Hacía ya casi un año que
había acabado la universidad y aún no había podido ejercer de maestro (si
descontaba las prácticas obligatorias) ningún día; a pesar de que había echado currículos
a todos los colegios, privados y concertados, de la Comunidad de Madrid.
Antes de finalizar la universidad,
había trabajado en casi cualquier cosa por las mañanas (principalmente en
supermercados), había ido a clase por las tardes y había estudiado por las
noches o los fines de semana, llenando las horas de los días hasta el cuello de
la botella. Desde mi graduación, en septiembre, seguía yendo a trabajar hasta
media tarde, atrapado en la tela de araña de los palés de leche y botes de
café, tratando de estudiar el temario de la oposición durante el resto del día.
Al menos ya no malgastaba el tiempo en el banco de un parque. Pensaba
presentarme a las oposiciones para la pública en junio y me aceptaron en mayo
para trabajar en el colegio de Fuenlabrada.
Había tenido buenas
vibraciones desde la primera llamada telefónica, cuando me preguntaron sin
preámbulos si podía incorporarme de un día para otro. Y yo dije que sí con
rapidez; de pie, mirando el interior de mi taquilla abierta y vacía en la sala
de descanso del supermercado.
Llegué a pasarme por la
peluquería para la entrevista, y casi se me escapó una carcajada cuando vi a
Manuel, el jefe de estudios y maestro de matemáticas, con una coleta para
recogerse un pelo más largo que el que yo me había cortado la tarde anterior.
Llevaría una de las dos
clases de mayores de infantil. Manuel abrió la puerta y nos saludaron
veintiséis niños y niñas de cinco o seis años. Yo tenía veintisiete y aquél iba
a ser el primer día de mi vida como trabajador cualificado. Los niños callaron
ante un gesto de Manuel, y éste me presentó. Después, cerró la puerta del aula
tras de sí y veintiséis rostros diminutos y expectantes me miraron. Quería
hablar y no me salían las palabras. Los niños empezaron a reírse y murmurar.
Dije: «Silencio», serio, autoritario, y todo ruido cesó. Una quietud ominosa se
adentró en ellos y en mí mismo. Observé sus caras de miedo, reí con estrépito y
ellos me secundaron. Entonces les propuse un juego para que todos pudiésemos
presentarnos y conocernos mejor. Ya era maestro.
Corría en el aula, a
veces, el riesgo de quedarme sin recursos, pero siempre surgía alguna nueva
idea sobre la que poder avanzar. Me ceñí mucho al manual, de todos modos,
durante aquella sustitución. Centrado en los alumnos, no llegué a relacionarme
demasiado con el resto de maestros y profesores. Me cruzaba con algunos al
tomar un café, a media mañana. Sin embargo, cuando más hablé con ellos fue en
una fiesta que se organizó para clausurar el curso. Me entristeció pensar que
no iba a estar allí al año siguiente.
Había vuelto a renovar
el envío de currículos actualizados a otros colegios, y cuando, después de un
verano sin trabajar, ya pensaba volver al mundo de los supermercados y a
prepararme la oposición por las tardes (me había presentado en junio y no había
tenido mucha suerte con los exámenes), a principios de septiembre Manuel me
volvió a llamar. La maestra que se había dado de baja por depresión había
decidido que no iba a volver al colegio, y habían pensado en mí. Regresé
animado y la bienvenida de mis compañeros fue bastante cálida. Aunque, algunas
semanas después, me enteré de que la maestra a la que reemplazaba no había
decidido irse por voluntad propia. Cuando su baja médica finalizó y regresó en
septiembre para incorporarse a su puesto, la dirección le comunicó que ya no
contaban con ella. Entre ella y yo me preferían a mí, deduje. Me incomodó saber
que me habían mentido o al menos que no me habían contado la verdad. Pero no
dije nada. Me callé e ignoré mi incomodidad. Me acostumbré a ella.
Durante el nuevo curso
seguiría en la misma aula que el año anterior, pero ahora me ocuparía del curso
intermedio de infantil, el de los niños de cuatro años.
Mis alumnos del curso
anterior, ahora en primaria, me hicieron un corro y se rieron y aplaudieron. Al
principio, me llamaban a gritos cuando me veían por un pasillo, y después de
unas semanas me fueron olvidando, reorganizando sus vidas alrededor de su nueva
maestra.
También mis nuevos
alumnos añoraron a su antigua maestra y después se adaptaron a mí. Pronto
comencé a reconocer la personalidad de cada uno. Podía prever sus reacciones
ante cada juego, ante cada actividad.
Empecé también a conocer
más a mis compañeros.
Durante las primeras
semanas hablé sobre todo con Manuel, de música. Era un fanático del pop y el
rock de los 60, 70 y 80. Le presté todos los discos que poseía y le interesaban
(principalmente de reggae) y él me prestó otros. Me parecía importante mantener
esta buena relación con el jefe.
Sin embargo, yo
pertenecía de forma natural al bando de «los contratados». Porque había dos
bandos: el de los cooperativistas y el de los contratados.
El colegio se había
fundado como una cooperativa laica de maestros de educación primaria —casi
todos extremeños— y unos años más tarde habían ampliado el negocio para poder
impartir bachillerato. Como tenían títulos de maestro, ellos no podían dar ese
nivel y contrataron a licenciados. Mantenían dos clases por curso en la
educación obligatoria, concertada con el Estado y por tanto subvencionada, y
una sola clase para los años de bachillerato, de pago privado. También tenían
contratada a alguna persona más para niveles diferentes al de bachillerato,
como en mi caso.