Una tarde de abril de 2004 se extendió el rumor por el pueblo inglés de Wooler de que un cajero automático entregaba el doble del dinero que cada cliente pedía. Los bares se vaciaron y las puertas de entrada se quedaron balanceándose sobre las bisagras cuando los lugareños se apresuraron a sacar tanto dinero como les permitían sus tarjetas.
Wooler
En una hora, la cola frente a la oficina del Barclays se extendía por toda la calle principial y una comunidad, por lo demás respetuosa con las leyes, se había convertido en una panda de ladrones. Se supo que sólo una de las personas beneficiadas devolvió sus ganancias al día siguiente.
En vez de demandar a tantos individuos, el banco decidió cancelar la pérdida, y todavía algunos recuerdan con orgullo el acontecimiento como el miércoles dorado. Dada la cantidad de culpables, la condena moral escapará de la condena de la ley. Sin embargo, estaba mal hecho, y muchos pensarán que los que se rindieron a la tentación rebajaron su integridad a medida que engordaban sus carteras.
Al mismo tiempo, los que exprimieron el cajero automático no habían planeado que su banco de ahorros local empezaría a dispensar dinero gratis. Su buena fortuna pecuniaria fue compensada con una idéntica dosis de mala suerte en la esfera de la moral. Si no se les hubiera presentado tal oportunidad, sin duda habrían seguido con sus vidas relativamente libres de culpa.
Los filósofos se han pasado gran parte de la historia de su disciplina negando que pueda ocurrir algo parecido argumentando que, aunque la suerte puede afectar a nuestro bienestar físico y mental, no puede elevar o manchar nuestra virtud inherente o la falta de la misma.
El proyecto moral de los antiguos griegos se preocupaba de aislar nuestras vidas de la mala fortuna. Las tragedias quizá afecten a nuestras emociones y nuestra carne, pero al menos nuestras actitudes frente a esos pensamientos y sentimientos podían permanecer intocables.
La entereza de Omayra
Nuestro vigor puede verse destrozado por la enfermedad, nuestra solvencia arruinada por el desempleo, pero catástrofes similares no pueden ocurrirle a nuestro valor moral. Si éste último se degrada -o eleva-, sólo puede ser a causa de nuestra propia voluntad, nuestras propias decisiones.
El problema es que, como muchas joyas, una buena voluntad no puede brillar hasta que no ha sido desenterrada de debajo del suelo. Dicho de otra forma, necesita que se actúe sobre ella. Las acciones, sin embargo, pueden tener éxito o no tenerlo; el resultado depende, en cierto grado, de contingencias exteriores.
El héroe anónimo
No fue hasta finales del siglo XX cuando los filósofos morales se sintieron cómodos con esta situación. Fue el filósofo británico sir Bernard Williams quien acuñó el término suerte moral para describirlo.
La suerte moral puede jugar en nuestra contra tanto cmo a nuestro favor. El filósofo estadounidense Thomas Nagel advirtió sobre la diferencia moral significativa entre la conducción temeraria y el homicidio.
Que un conductor temerario atropelle a un niño depende de que uno cruce la calle en el momento en que se salta un semáforo. Si el conductor fuera totalmente inocente, se sentiría fatal por su papel en el acontecimiento, pero no se tendría que sentir moralmente miserable.
Pero si hubiera algún tipo de negligencia -por ejemplo, si no hizo revisar los frenos regularmente o no procuró dormir una noche entera antes de su viaje-, se culparía a sí mismo de la muerte del niño.
Accidente Mortal
Norvin Richards argumenta que la suerte que poseen los conductores negligentes que no atropellan a un peatón consiste en que su culpabilidad queda inadvertida. Dicho de otra forma, tanto ellos como el conductor asesino son igualmente despreciables.
Richards sugiere que la culpabilidad es, de hecho, peor en el caso del conductor supuestamente afortunado moralmente, puesto que resulta más probable que su comportamiento persista. El afortunado británico que, por ejemplo, nunca tuvo que enfrentarse a la ocupación nazi en los años cuarenta es probable que viva una vida en la que se tome demasiado en serio el placer de la autoridad y demasiado a la ligera el dolor de los otros. Será una vida limitada y también perjudicial.
Francia y la ocupación Nazi
La sospecha de Richards amenaza con destruir una fuente de orgullo nacional para los británicos, la mayoría de los cuales nunca prodrían imaginarse colaborando con una fuerza de ocupación nazi con el entusiasmo que demostraron los franceses.
No obstante, si no fuera por la fortificación natural de veinte millas de ancho conocida como el canal de la Mancha, los británicos podrían muy bien estar recordando una experiencia similar a la de sus vecinos.
Uno de los muchos lujos que pueden permitirse los ciudadanos del opulento Occidente es un sentido moral altamente desarrollado. No hay necesidad de declarar ¡sálvese quien pueda! cuando todas las personas poseen alimento, cobijo y seguridad por derecho de nacimiento.
Sin título, ¿lo necesita?
Con los beneficios de los derechos de propiedad y el imperio de la ley, además de la ausencia de malaria, de hambrunas y de una mortalidad infantil elevada, en los países desarrollados la gente se ha ahorrado la necesidad de robar barras de pan, sobornar a inspectores fiscales y cometer asesinatos en guerras de guerrillas contra fuerzas gubernamentales o ejércitos rebeldes.
Es obvio que no nos tenemos que sentir demasiado orgullosos de nosotros mismos por eludir crímenes que no tenemos necesidad de cometer.
Sería absurdo acusar a la gente de cosas que no ha hecho, como el colaboracionismo, igual que sería absurdo sostener que no hay que pedir responsabilidades a aquellos que sí cometieron esos actos, pero esto es lo que conlleva la negación de la suerte moral.
En cierto modo, tenemos suerte cada vez que realizamos con éxito una acción por el hecho de que ningún acontecimiento azaroso intervino para hacerlo fracasar, pero esto no nos hace dejar de adjudicar alabanzas y culpas a acciones intencionadas.
La cuestión es que aunque somos libres, solamente podemos elegir entre las alternativas de las que disponemos. Es aquí donde interfiere la fortuna, pues personas diferentes en momentos diferentes tienen opciones diferentes.
Esto no quiere decir que no se puedan tomar medidas al respecto. Como ha escrito la experta en el mundo clásico y filósofa estadounidense Martha Nussbaum: “las emociones, según Aristóteles, no siempre son correctas, en la misma medida en que las creencias o las acciones no siempre son correctas. Tienen que ser educadas y estar en armonía con una visión correcta de la buena vida humana en relación a las pasiones y las acciones”.
Hay algo en la exposición de Aristóteles que ofende nuestras expectativas morales tanto como preocupaba a sus contemporáneos. Creemos que la valía moral debe ser accesible para toda la gente en todos los tiempos y situaciones, tanto para el mendigo como para el rico. Nos gusta pensar que la virtud, a diferencia de otros atributos, no puede heredarse a través de los genes o las propiedades.
La moral tiene que ser más importante que la riqueza, la inteligencia o las capacidades físicas si es el valor supremo, porque ofrecería poco aliento si solamente fuera un último recurso, el albergue del espíritu.
Si se pemite que la suerte entre en la valía moral de un hombre o una mujer, no puede ser considerado irrefutablemente el valor más elevado porque estaría sujeto a una fortuna no ganada y una corrupción no merecida.
fuente: EL FILÓSOFO EN ZAPATILLAS (Nicholas Fearn)