Estos días son numerosas las campañas y las páginas web que nos hablan del cuidado que hay que tener si regalamos un perro por Navidad, puede ser el mejor regalo que podemos hacer, pero si no se ajusta al perfil del nuevo propietario o no puede responsabilizarse del mismo, tal vez aparezca en el contenedor de basura.También nos recomiendan adoptar un perro en vez de comprarlo por lo que supone de acción solidaria aparte de la cuestión económica. Nos dicen que hay inmensidad de cachorros esperando una oportunidad y perros grandes que se adaptan a cualquier circunstancia.Todos hablan de educar al propietario para que sepa a su vez educar al perro, de cómo elegirlo, dónde adoptar, direcciones,… Ni una palabra sobre el personal de estos centros de adopción, se da por hecho que es el más idóneo y el mejor preparado para desempeñar esa labor; no me cabe la menor duda de que lo que escribo a continuación es una mera excepción.
Después de la muerte de Moro, quedó tan vacía la casa que parecía que faltaba el estímulo para seguir viviendo y es que cada rincón del jardín y en cada momento del día se notaba su ausencia. Llegó el día que nos habían señalado para ir a adoptar al nuevo perro. Toda la familia preparada con el tiempo suficiente para no llegar tarde a la cita. Ya en el coche se nos acercó el abuelonervioso por las horas de espera y nos dijo: casi, os acompaño también yo, así lo veo enseguida.
Se lo habíamos descrito con todo detalle después de la visita anterior al centro de adopción, cachorro de Pastor Alemán de unos tres meses, con una oreja puntiaguda y la otra completamente caída, vivo, gracioso, juguetón, lleno de energía y necesitado de cariño; sí, seguramente iban a congeniar. En cuanto el cachorro se asomó para vernos y el abuelo lo vio, supo que era él.
El abuelo, hombre vigoroso y muy hábil en saber cómo tratar a los perros pronto le encandila. Se le acercó y le habló con cariño, el cachorro se dejó acariciar al principio temblando un poco; pero pronto, una luz radiante iluminó sus ojos y nos contagió con su alegría. Empezó a hacerle carantoñas y él lo siguió dando saltos y haciendo piruetas. El abuelo busca en el interior de una bolsa de plástico una flamante correa, se la pone y el pequeño cachorro zalamero y juguetón no para de subirse con sus patas delanteras por el pantalón del que ya considera su dueño. Parecía estar empezando una bonita historia. El abuelo nos manifiesta con orgullo la aceptación mutua y lo cataloga como muy listo y vivaz, al que tendrá que cuidar con toda clase de precauciones para que no se le escape, sobre todo al principio.
Lo más duro llegó un momento después. La crueldad se hizo presente en la entrevista con la directora del centro de adopción.
- ¿Adónde va a ir este cachorro? - A una finca - ¿A una finca? Ni hablar, para que se muera de frío. - Pero si es donde vivimos nosotros, porque lo llevamos con nosotros. - ¿Quién es el que va a estar más tiempo con el perro? - Mientras nosotros trabajamos y las niñas están en el colegio, el abuelo. - ¡Pero si es un señor mayor! - Sí, pero siempre ha tenido perro en casa y sabe cómo tratarlos. - Yo quiero que me aseguren quién se va a hacer cargo de este perro dentro de 15 años. - Señora, dentro de 15 años no sabemos lo que nos puede pasar. - Y ¿qué lugar de la casa va a ocupar? - Ya tiene preparada su caseta en el jardín. - ¡¡En una caseta!! ¡¡¡Un miembro más de la familia!!! Eso sí que no lo consiento. - Es que va a vivir con nosotros. - Sí, pero luego que se muera de frío. Aquí no hay cultura de cómo tratar a los animales, ustedes tienen que aprender mucho de las personas extranjeras, ellas vienen hasta aquí para adoptar a su perro y saben cómo tratarlo. - Sobre todo los que les ponen vestiditos y zapatos. - Yo no digo que ustedes le tengan que poner zapatos, pero que tienen mucho que aprender de cómo tratan ellos a los animales y bla, bla, bla… El abuelo durante todo el tiempo se mantuvo en silencio y ya sin ninguna esperanza de conseguir lo que más deseaba, tan sólo empujado por el deseo de que no lo siguieran humillando se me acercó y dijo: vámonos. Mientras yo me despido, lo veo alejarse con la bolsa de plástico en la que ha vuelto a guardar la bonita correa sin estrenar a la vez que una lágrima furtiva se le escapa de sus ojos. Más duro fue soportar, sabiéndonos observados por la espalda, que unos ojos tristes y silenciosos sentían que una vez más lo habían abandonado.