Muchas personas creen que el duelo por la una enfermedad tan dura como el Alzheimer llega de la mano del diagnóstico. Sin embargo, el diagótico solo es un paso más en una carrera de fondo, sin una meta visible.
La sutil diferencia que lo cambia todo:
Hay una pequeña diferencia entre el olvido benigno y el olvido perjudicial. Al principio no es muy notable, y puede pasar desapercibida por familiares e incluso por el propio enfermo. Pero poco a poco, esa diferencia se hace mayor, y llega un momento en el que son conscientes de que la persona afectada no está sufriendo los achaques y olvidos típicos de la edad, sino que está realmente enferma.
Pero, a pesar de que la misma persona se da cuenta, aparece un proceso de negación. Negación ante el temor de lo que está por venir. Temor por perder su autonomía, por tenerse que dejar cuidar. Temor a perder los recuerdos, la identidad, pues en el fondo ¿no somos lo que vivimos? ¿Si olvidamos hasta nuestro nombre, seguimos siendo nosotros? Ante este miedo, es muy fácil bloquearse y no reaccionar, buscar excusas, negar la realidad.
Los olvidos perjudiciales van más allá de confundir un nombre u olvidar las llaves de casa. Suceden cuando una persona comienza a olvidar cosas como el funcionamiento del teléfono, o guardan un zapato en la nevera. Cuando confunden una ruta porque quieren ir a la casa de su infancia en lugar de la actual. Cuando se bloquean en medio de una conversación, porque no entienden de qué se está hablando por un momento.
La desorientacion temporal y espacial es el primer síntoma.
Tenemos sospechas, ¿cómo debemos proceder?
Si pensamos que un familiar o conocido puede padecer Alzheimer u otras demencias debemos buscar una certeza médica. En ocasiones es complicado que la persona quiera asistir a una revisión para ello, no creen o no quieren creer que sea necesario. Sin embargo, unas pruebas neurológicas son las que nos pueden orientar sobre el tipo de enfermedad y su pronóstico.
Con el diagnóstico, ahora sí, comienza un recorrido, pero esta vez, las dudas e incertidumbres que pueden asaltar a familiares y al propio enfermo, pueden ser resueltas.
Recurrir a profesionales sanitarios, asociaciones, fundaciones y terapeutas es un modo de entender la enfermedad y en la medida de lo posible, detener o ralentizar su avance.
Ser familiar de una persona con Alzheimer
Cuando una persona sufre una enfermedad como esta, el desgaste y el impacto emocional recae también sobre la familia o los cuidadores. En las etapas más graves de la enfermedad, la dependencia es casi total. Esto supone una dedicación absoluta a sus cuidados y necesidades.
Además de la ansiedad, el estrés y cansancio que esto supone, surge un problema añadido: el dilema emocional.
Cuando se quiere a una persona a la que vemos muy enferma, en muchas ocasiones se desea que el sufrimiento acabe pronto. Este deseo, choca frontalmente con el amor que se siente hacia un padre, madre, hermano, abuelo, cónyuge. Sin embargo, es completamente natural y humano desear que alguien que está sufriendo deje de sufrir.
Las personas con Alzheimer en estadios avanzados no siempre recuerdan a sus familiares y amigos, pero sí son conscientes de que olvidan las cosas. Para ellos es una situación dolorosa también.
La terapia emocional permite a los familiares y el propio enfermo entender los sentimientos que los embargan, canalizar las emociones y dotar de herramientas para gestionar situaciones tan duras como esta, que pueden alargarse años, y tienen un gran impacto emocional en todo el círculo familiar.
El Alzheimer no tiene cura hoy por hoy, aunque sí existen terapias y tratamientos para paliar y ralentizar los síntomas. Sin embargo, la sanidad no suele tener en cuenta la salud mental y emocional de las familias, y muchas veces, el dolor y el sufrimiento , incluso los remordimientos por pensamientos de agotamiento y deseo de que acabe pronto, pueden desembocar en una depresión o una crisis emocional.