“Sólo las ollas saben los hervores de su caldo” Nana Chencha
No me costó mucho trabajo decidir cuál sería la primera entrega de la nueva sección Cine y Gastronomía. Cierto es que fue algo así como un espíritu nacionalista el que me llevó a empezar por aquí. “Como agua para chocolate” representó todo un fenómeno en la cultura mexicana. Fenómeno que abarcó diferentes áreas, comenzando con la novela, que de inmediato entró a la categoría del Realismo Mágico latinoamericano. Después del éxito de la novela de Laura Esquivel, su esposo en aquel entonces, el director Alfonso Arau no tenía más remedio que aplicarse a darle forma a lo que se rumora es la historia de su propia familia.
Considerada una de las 100 mejores películas del cine mexicano, poseedora de 10 premios Ariel y el reconocimiento internacional, “Como agua para chocolate” se sigue considerando un “golpe de suerte” para la pareja Arau-Esquivel. Pero no me voy a enfocar en sus cuestiones técnicas. Puedo decir que la adaptación es excelente y la producción aún más. La historia es bellísima y la cinta es un cúmulo de valores estéticos que reflejan perfectamente las costumbres y tradiciones de la época.
A estas alturas dudo que alguien ignore la historia de amor entre Tita y Pedro en un México fronterizo en los inicios del siglo XX. Sus penas y glorias se tejen entre los hervores de la cocina, las emociones de Tita son el condimento que acompaña a todos los platillos que salen de ahí. La sal de sus lágrimas, la miel de sus besos y la sangre de su pasión se transforman a través del fuego para contagiar a quienes comparten la mesa.
Nunca el mole fue tan sensual, o las codornices en pétalos de rosas más voluptuosas e incendiarias. Las torrejas dan dulces recuerdos a la infancia y el caldo de pollo hace gala de sus poderes curativos. Una película que da un primer plano a la cocina, a ese centro ceremonial en el que gira la vida de las familias mexicanas. “Como agua para chocolate” habla de una apasionada historia de amor, pero habla también de la familia, de NUESTRAS familias; que no importa lo imperfectas que sean, son el mayor apego que tenemos a eso que llamamos hogar.
Los mexicanos estamos unidos a nuestra tierra por el cordón umbilical, no por nada todavía hay personas que siguen enterrando esa pequeña tripa inerte en el jardín de su casa. Esa vía de nuestro primer alimento se extiende a cualquier parte del mundo en el que habite un mexicano. De seguro que en su familia hay alguien que trafica con un par de chiles escondidos en la maleta cada que viaja. ¡No falla!
Si a estas alturas la cocina mexicana no ha alcanzado los niveles de excelencia que merece se debe a que hay que ser mexicano para entender que esa esencia la mamamos, es difícil enamorarse de ella si no has crecido con ella. No es que el espinazo sea un manjar de los dioses, es lo que en el alma representa. Cuando Tita dice que el secreto es cocinar todo con amor, no está mintiendo. El caldo de pollo tiene poderes curativos más por las intenciones y cuidados que se transmiten a través de él, que por las bondades de la herbolaria y la medicina naturista.
“Como agua para chocolate” es el homenaje que hace el cine a aquellas mujeres que fueron criadas en la cocina y que a través de ella se comunicaron con sus seres queridos. De esas generaciones recuerdo con cariño a mi tía abuela Petra y sus tortillas perfectas que salieron de esa extrema técnica docente de ponerle las manos en el comal hirviente. A la fecha no conozco mejores quesos que los de mi tía abuela Rebeca, o sus jericallas, o su capirotada o su lo que quieras. Mi abuela logró “mixiar” las enseñanzas de su madre con la comida fronteriza cuando emigró pal’otro lado, en su casa es día de fiesta cuando hace tamales. De mi madre, ¡Uff! De mi madre tengo una vida de recuerdos culinarios y quien se ha sentado a su mesa tiene al menos algo que recordar.
Muchas películas del cine mexicano hacen referencia a esas grandes comidas familiares, a esos lazos que van de un caldo a otro, pero ninguna lo hace de la manera que Alfonso Arau y Laura Esquivel lo hicieron bajo el ojo mágico de Emmanuel Lubezki y Steven Bernstein. Las actuaciones no son precisamente memorables, al menos las de los protagonistas, pero bien por Regina Torné, Ada Carrasco y Margarita Isabel.
Bella, demasiado empalagosa para algunos, para otros (como yo), tiene un montón de detalles que nos unen a la mesa familiar, a la añoranza de un platillo que más que el sabor representa un momento. Tal vez las familias no son perfectas y los guisos pueden estar pasados de sal, pero para los mexicanos no hay susto que un virote no cure, ni atole que no caliente el corazón. No importa que te obliguen a bajar las patas de la mesa o a terminar todo si no quieres que te lo metan con lavativa, porque en la mesa de los mexicanos se come lo que hay, ¡No es restaurante!