En el trayecto a casa estuve en compañía de un buen amigo que, quizás mientras mirábamos el crepúsculo entre las montañas, se dio el tiempo de contarme acerca la influencia de la música para escribir bien. Yo lo miré sin convencerme del todo en sus palabras. Le pregunté cómo era posible eso. El me dio el ejemplo de Roberto Bolaño, ¿sabías que el escribía escuchando música metal?, me dijo él. Claro, respondí, le ayudaba a concentrarse si mal no recuerdo, el asintió con sus ojos entrecerrados. Y entonces comenzó un debate, sereno y poco controvertido, sobre cómo el escritor puede lograr una buena hazaña. El trayecto duró más de lo que estimaba, y charlamos sobre las manías que tenían algunos escritores a la hora de escribir. Me habló de hombres que yo nunca había oído o creído que existieran. Me contó de David Salinger; ¡claro que lo conozco!, le interrumpí, escribía desnudo al aire libre. Mi amigo nuevamente asintió, esta vez con una mimosa sonrisa. Y qué hay de malo escribir desnudo al aire libre, le pregunté, pues sabía que a eso iba el punto suyo. Pues que así el escribía, me respondió, y punto. Me pareció algo absurdo e irrelevante. Per luego le tomé la importancia que este me sembró en mis dudas y alimañas dentro de mi cabeza. El escritor necesita la comodidad para sentirse amado por sí mismo, así también para lograr la perfección en su prosa.
Luego continuamos la conversación para ahuyentar el frío que entraba sin preguntarlo. Yo sabía acerca de García Márquez, el escribía siempre acompañado de una rosa color amarilla, le dije. Mi amigo esta vez fue el quien se impresionó, el colombiano no era uno de sus favoritos a leer. También sabía acerca de Kafka que, además de convenir completamente con él, escribía sólo cuando había un silencio total. Se lo comenté y no pareció impresionarle, parece ser obvio que nadie pueda escribir en una atmosfera ruidosa, o quizá si hay algunos, pero muy pocos que puedan hacerlo.
Íbamos ya en el final del trayecto, el tema había quedado tres paraderos atrás, ahora yo miraba las avenidas, los semáforos, en sus parpadeantes y cegadoras luces. Y me pregunté cómo escribiría mi amigo. Y eso hice, se lo pregunté, a principio lo asusté, pero fue la nada. Se lo pregunté y el no supo cómo responderme, quizá su respuesta no fue la verdad, sino lo primero que le vino a la mente. Escuchando el Dark Side of The Moon, me respondió. ¿Solo así?, le pregunté. Sólo así, me respondió. No quedé convencido del todo, me acomodé nuevamente a mi asiento y relajé la vista, afuera había un cielo tenue y suave. Pero la conversación no terminó aún. Mi amigo se volvió hacia mi y me preguntó ahora a mí. Debes tener alguno, me dijo. Lo pensé unos segundos, no me di cuenta de que se me formó una sonrisita mientras meditaba. Y lo cierto era que la había una. Yo trabajaba como cajero de un supermercado, y en mis momentos libres, en los que nadie iba a por compras, escribía en las boletas que algunos clientes, sobre todo los antipáticos, desechaban o dejaban en mi mesón. Y en ellas escribía de todo, poesía, ideas lentas que vagaban en mi cabeza. Se lo conté y el respondió en silencio, con una mirada perdida por el sueño y el cansancio, pero debajo había una sonrisa que, a mi parecer, reflejaba admiración. Estás completamente loco, dijo el y reinos por unos segundos. Cuando llegué a casa, revisé en mi cajón personal las boletas de supermercado que había guardado con el paso del tiempo, eran demasiadas, unas estaban más gastadas que otras, y me pasé toda la tarde leyendo cada una de ellas. Y me pregunté en algún momento de esa tarde, si mi amigo estaría escuchando el Dark Side of The Moon.