Abre la boca poco a poco, aspirando aire silenciosamente e inflando su pequeño pecho de cuatro o cinco años como un diminuto globo de polo azul y blanco; la madre agarra al hermano gemelo con la mano derecha, mientras que con la izquierda da instrucciones a la abuela, que sujeta a duras penas al otro. Sus ojos se convierten en rendijas y parece que hasta el pelo -rubio, ligeramente rizado, largo detrás de las orejas- se eriza un poco. Muda el color de su piel en un rosáceo rubor airado.
- Mamá -dice Niña Pequeña, mientras esperamos, detrás, a que el semáforo pase de rojo a verde. - ¿Hum? -digo yo, sin dejar de mirar al niño. - Mamá, ese niño va a gritar. Y mucho -sentencia firme, conocedora.
El niño inhala aire, ahueca el pecho y me parece que hasta se inclina ligeramente hacia atrás, dispuesto a una destrucción masiva, a dejarse oir por encima de las recomendaciones de madre y abuela; adivinando el cambio de color del semáforo, se pone de puntillas, aprieta sus puñitos y libera todo el aire de sus pulmones. Un serpenteante grito infantil afila el espacio detrás de él...