Comenta Chesterton que las calles en las que vivimos son «abigarradas, de rayas, de puntos, moteadas y a retales como una colcha», pero en ellas «los colores se presentan mal conectados, en una escala equivocada y, por encima de todo, por motivos equivocados».
Y, para explicar esto propone comparar las «gigantescas trivialidades que hay en los anuncios publicitarios con esas minúsculas y tremendas pinturas en las que los medievales registraban sus sueños; pequeñas pinturas donde el cielo azul es algo mayor que un único zafiro y los fuegos del infierno sólo una manchita pigmea de oro. La diferencia aquí no es únicamente que el arte del cartelismo sea por naturaleza más rápido que los manuscritos iluminados; no es siquiera que el artista estuviera sirviendo a Dios, mientras que el artista moderno está sirviendo a los señores. Es que el viejo artista luchaba por transmitir la impresión de que los colores eran realmente cosas significativas y preciosas, como joyas y piedras de talismán. El color solía ser arbitrario, pero era siempre definitivo. Si un pájaro era azul, si un árbol era dorado, si un pez era plateado, si una nube era roja, el artista conseguía transmitir que esos colores eran importantes y casi penosamente intensos; todo el rojo vivo y el oro ardían en el fuego. Ése es el espíritu con respecto al color que las escuelas deben recuperar y proteger si realmente quieren que los niños se interesen o encuentren un placer en él. No es tanto un exceso de color; es más bien, por así decirlo, una especie de ardiente ahorro. (...) Esta es la dura tarea que tienen por delante los educadores en esta cuestión en particular: deben enseñar a la gente a saborear los colores como hacen con los licores. Tienen el difícil trabajo de convertir a los borrachos en catadores».
Y, más adelante, sigue: «El color marrón terroso del hábito del monje se escogía para expresar trabajo y humildad, mientras que el marrón del sombrero del oficinista no se escogió para expresar nada. El monje pretendía decir que se había vestido de polvo. Estoy seguro de que el oficinista no quiere decir que se corona de arcilla». «El armiño blanco quería expresar pureza moral; los chalecos blancos, no». «La cuestión no es que hayamos perdido los matices de los colores, sino que hemos perdido la capacidad de sacarles el mejor partido. No somos como niños que hayamos perdido su caja de colores y nos hayamos quedado sólo con un lápiz gris. Somos como niños que hemos mezclado todos los colores de la caja y hemos perdido el papel de las instrucciones. Aún así (no lo niego), uno se puede divertir».
G. K. Chesterton. «El arco iris roto», Lo que está mal en el mundo (What´s Wrong with the World, 1910). Madrid: Ciudadela, 2006; 208 pp.; col. Ciudadela ensayo; trad. de de Mónica Rubio Fernández, ISBN: 84-934669-7-2.
Revista Cultura y Ocio
Esto lo he leído en Bienvenidos a la fiesta. Lo copio en lugar de enlazarlo porque me ha parecido bueno y porque allí cuesta leerlo. Pero la autoría del texto es de Luis Daniel. De hecho, tengo que reconocer que no leo a Chesterton: después de leer El hombre que fue jueves desarrollé una alergía que no se me ha curado, aunque reconozco que es un tipo tremendamente ingenioso (me encanta lo de definir la tarea de los educadores como «el difícil trabajo de convertir a los borrachos en catadores»). Espero que os guste el texto.