En la manifestación feminista del 8 de marzo de 2018
Podríamos concluir, en función de lo dicho, que las crisis sociales que ponen en peligro la existencia misma de la sociedad, están determinadas por la irrupción de factores de disgregación protagonizados por las partes que amenazan con prevalecer sobre las fuerzas aglutinantes, poniendo en peligro la existencia del todo. De entre los muchos ejemplos posibles que la historia pone a nuestro alcance de ese tipo de crisis, escogeremos uno suficientemente representativo y evocador que dejó en España heridas que aún hoy no están suficientemente suturadas: el que se corresponde con el período que transcurre entre la llamada Revolución Gloriosa de 1868 y el fin de la Primera República, en 1874, el llamado Sexenio Democrático, pletórico de buenas intenciones, pero en donde la acumulación de factores de disgregación social alcanzó un grado paroxístico. En los años previos se habían ido acumulando ya factores de desestabilización que cristalizaron en el Pacto de Ostende de 1866 entre progresistas y demócratas, promovido por el general Prim, en el que se planteó que se imponía derrocar la Monarquía de Isabel II y nombrar un Gobierno provisional que se encargara de buscar una nueva dinastía que sustituyera a la borbónica e implantase la soberanía única de la nación y el sufragio universal. De aquello se siguió un pronunciamiento militar que condujo finalmente a la abdicación de la reina Isabel, que inmediatamente se exilió en septiembre de 1868. El general Serrano fue nombrado regente y el general Prim, jefe del Gobierno. Este último se encargó de buscar un nuevo rey para sustituir a Isabel II, y al final el elegido por las Cortes Constituyentes fue Amadeo de Saboya, coronado rey de España el 2 de enero de 1871, inmediatamente después del atentado en el que, precisamente, murió el general Prim, su principal valedor. El propio rey, desprovisto de apoyos suficientes, abdicó en febrero de 1873, empujando casi de modo inevitable a la proclamación de la I República. Antes había rebrotado un nuevo ramal disgregador: los seguidores del pretendiente Carlos VII, viendo la debilidad del estado, declararon la Tercera Guerra Carlista. El 11 de febrero de 1873, al día siguiente de la abdicación de Amadeo I, las Cortes proclamaron la República. Ganaron posiciones los republicanos federales, que aspiraban a hacer de España una Federación de estados soberanos. El 8 de junio se proclamó la República Federal: nuevo factor disgregador de una nación que hasta entonces era unitaria. Un federalista moderado, Estanislao Figueras, fue el primer presidente del poder ejecutivo. En una reunión del Consejo de Ministros celebrada el 9 de junio de 1873, después de numerosas discusiones sin llegar a ningún acuerdo para superar la crisis institucional que atravesaba el país, al parecer, el presidente Figueras agotó su paciencia y, en un momento de la sesión, exclamó: “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Acto seguido, abandonó la sala. Al día siguiente, dejó una carta con su dimisión al vicepresidente del Parlamento, y, sin más avisos, cogió un tren a París para no volver más. Había durado en el Gobierno cuatro meses. Le sustituyó el también republicano federal Pi y Margall, que, para llevar adelante su idea de República Federal, promovió la división de España en 17 estados soberanos. Apenas había asumido su cargo, empezó a ser acosado por los intransigentes de su propio partido, que exhortaron a la inmediata y directa formación de cantones, para construir la República “de abajo arriba”, lo que supondría el inicio de la rebelión cantonal. El sector moderado de su partido, viéndolo desbordado, retiró su apoyo a Pi y Margall y le hizo dimitir. Había durado en el cargo treinta y siete días. Le sucedió otro moderado entre los republicanos federales: Nicolás Salmerón. El nuevo presidente del Ejecutivo renunció pronto también a su cargo porque no quiso firmar las sentencias de muerte de varios soldados acusados de traición, ya que era absolutamente contrario a la pena de muerte. Había durado en el cargo tres meses. Para sustituirle las Cortes eligieron el 7 de septiembre a Emilio Castelar, que se mantendría hasta enero de 1874. Entonces se sometió a una moción de confianza en las Cortes, que perdió. En resumen: cuatro jefes de Gobierno en menos de dos años, algo que por sí solo ya sería expresivo de la inestabilidad política por la que atravesaba la sociedad española. Tras la dimisión de Castelar, fuerzas de la Guardia Civil y del Ejército, al mando del capitán general Pavía, entraron en las Cortes y las suspendieron. El general Serrano fue nombrado jefe del nuevo Gobierno en calidad de dictador. El 29 de diciembre de 1874, el general Arsenio Martínez Campos se pronunció en Sagunto a favor de la restauración de la monarquía borbónica en la persona de don Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II. Serrano optó por no presentar resistencia. Ya con la proclamación de la República, se habían empezado a producir estallidos en la calle y huelgas revolucionarias. Más la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). Más la Primera Guerra de Cuba (1868-1878). Más el incremento del bandolerismo. Más crisis económica y malas cosechas varios años por la sequía, más intrigas políticas permanentes, más la aparición de organizaciones obreras radicales, marxistas y, sobre todo en España, anarquistas… En 1871 tuvo lugar el movimiento revolucionario de la Comuna de París, en la que coyunturalmente tomaron el poder los activistas revolucionarios. Los movimientos utópicos de la Comuna enseguida sintonizaron, no solo con sus correligionarios españoles, sino también con la rebelión cantonalista (muchos de sus protagonistas vinieron a España una vez fracasada la Comuna y prosiguieron aquí su activismo), porque, como siempre ocurre, saben que sus ideas encuentran el caldo de cultivo apropiado cuando el estado se desestabiliza, y la descomposición del territorio es una forma estupenda de socavar el poder del estado (hoy mismo está ocurriendo esa confluencia de intereses entre los nacionalismos independentistas, que aspiran a la descomposición territorial, y la extrema izquierda que ve en ello una forma de debilitar al estado). Pero aún queda por citar lo peor de todo aquel maremágnum de descomposición: la locura de la rebelión cantonalista. Imbuidos de la ideología federalista, pero sobrepasando los planteamientos de los federalistas moderados, los más extremistas empezaron a proclamar los cantones independientes, que se sublevaron inmediatamente contra el Gobierno republicano. Aparecieron cantones que se declararon independientes a lo largo de toda la geografía española, especialmente en el Levante y Andalucía (entre la guerra carlista y los cantones, 32 provincias españolas estaban en pie de guerra): Alcoy, en donde además se produjo un movimiento revolucionario obrero, Cádiz, San Fernando, Sevilla, La Línea de la Concepción, Málaga, Coria, Salamanca, Ávila, Betanzos, Camuñas, Murcia, Caravaca, Jumilla, Ricote, Cieza, Lorca, Pliego... se declaran estados independientes. El cantón de Sevilla declara la guerra al de Utrera. Granada declaró la guerra a Jaén. Jumilla amenaza con la guerra a todas las naciones vecinas a través de un bando en el que proclama: “La nación de Jumilla desea estar en paz con todas las naciones extranjeras, y sobre todo con la nación murciana, su vecina. Pero si esta se atreve a desconocer nuestra autonomía y a traspasar nuestras fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del 2 de mayo y triunfará en la demanda, y amenaza con no dejar en Murcia piedra sobre piedra”. Sin embargo, el prototipo y símbolo de todos los cantones será el de Cartagena, que se declaró independiente el 12 de julio de 1873. La flota que allí estaba radicada también se proclama cantonalista y recorrerá la costa exigiendo, por ejemplo, a Torrevieja una cantidad de dinero para la causa; posteriormente pasan a Alicante y exigen también dinero, y como los alicantinos se niegan, les confiscan un barco. Lo mismo hacen en Almería y Motril. El gobierno cantonal cartaginés incluso acuñó moneda propia. Cartagena, cómo no, declara la guerra al estado español. La última acción del gobierno cantonalista de Cartagena fue mandar una carta al presidente de Estados Unidos para solicitarle que les admitieran como un estado más de aquella nación. Finalmente, asediada por el ejército español, Cartagena se rinde, pero queda destruida; solo 24 casas de toda la ciudad quedaron indemnes. Hegel explicaba que en tiempos de grave crisis social, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. Donde pone “individuos” pongamos también “grupos particulares”. Si alguien quiere destruir el estado, lo que tiene que hacer es azuzar a unos grupos contra otros: obreros contra empresarios, mujeres contra hombres, unas regiones contra el conjunto del estado, los pensionistas contra la Administración… En el caldo de cultivo que producen esos enfrentamientos entre las partes y entre estas y el todo, las ideologías extremistas prosperan. Es algo que sabía muy bien el nefasto ex presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, que, en vísperas de las elecciones generales del 9 de marzo de 2008, al final de una entrevista con Iñaki Gabilondo, y cuando este, ya de pie y creyéndose fuera de micrófono, pero con él aún funcionando, le preguntó: “¿Qué pinta tienen los sondeos que tenéis?”. Zapatero, candidato a la reelección por el PSOE, le contestó: “Bien, sin problemas, lo que pasa es que nos conviene que haya tensión”. Esa estrategia de la tensión ya la había utilizado, y con mucha eficacia, con las movilizaciones por el hundimiento del “Prestige” en 2002, así como las de protesta contra el Gobierno por la guerra de Irak (en la que España, sin embargo, no participó), y, sobre todo, cuando consiguió algo único en el mundo después de un atentado de aquella gravedad: fue el del 11 de marzo de 2004, en que buena parte de la población se rebeló no contra los presuntos autores, sino contra su gobierno.Manifestación feminista-8 de marzo de 2018
La necesidad de que haya tensión, de que las instituciones entren en crisis, de que el poder del estado se debilite para así ellos prosperar, es algo que también saben, incluso mejor que Zapatero y sus epígonos, los dirigentes de Podemos, que recurrentemente proponen sustituir la democracia parlamentaria por la “democracia de la calle”, y que, al igual que el PSOE desde Zapatero, pero con más decisión incluso, se alían con las fuerzas disgregadoras del separatismo. El 26 de febrero pasado, Pablo Echenique, Secretario de Organización de Podemos, sin duda apremiado por unas encuestas que, a raíz del movimiento aglutinante que surgió en España después del referéndum separatista catalán del 1 de octubre de 2017, les auguraban una importante caída, se apresuró a declarar que Podemos llamaba “a una primavera de movilizaciones” y anunciaba que hará “todo lo posible” para que triunfe. Sabe Echenique, evidentemente, que las movilizaciones, sobre todo si son callejeras, al margen de las instituciones, de las partes contra las partes y de las partes contra el todo, van unidas al crecimiento de los extremismos, a su propio crecimiento. Y, como ya se ha podido ver, están en ello.